Da la sensación de que el parador de Ibiza tardará más en estar listo que la pirámide de Keops en ser construida. Que el museo arqueológico abrirá cuando ya nos hayamos transformado en momias. Que el conservatorio dejará de tener goteras solo cuando el cambio climático lo sentencie. Nada nuevo bajo el sol de la pereza pitiusa, aún más fuerte durante el plácido otoño en que la masa turística ha regresado a su esclavitud laboral.
El parador está parado, es un castillo en el aire, una promesa eterna de los burrócratas a diestra y siniestra para presumir cuando se van de feria.

El Castillo ha sido, a lo largo de los siglos, la base de los gobiernos de culturas muy diferentes que nunca quisieron abandonar esta isla sagrada: viñas y sangre cartaginesa, bacanales romanas, dulzuras árabes, trovadores cristianos…pero tristemente abandonado en nuestra época moderna y utilitaria que no sabe dar importancia a su milenaria belleza.
Por eso mismo nos acercaremos hoy a este gigante todavía dormido, solitario y bronceado de silencios; en el mediodía cegador o al atardecer, cuando los fantasmas pasean por los baluartes y la mar se vuelve color de vino Aunque su hora mejor es el amanecer, cuando se escucha el relincho de los níveos caballos deslumbrando a los crápulas que todavía no hemos podido desayunar un Bloody Mary; cuando sentimos un cierto vacío difícil de ignorar porque amenaza con devorar las entrañas del que se hace preguntas sabiendo que la respuesta es imposible; cuando hemos abandonado un lecho caliente y una dama dormida, huyendo del suave perfume que amenaza calmar el fuego interior que robamos a los dioses. A esa hora, la piedra del silencioso castillo adquiere una alucinante amalgama cromática en eternos instantes, y es capaz de redimirnos de los pecadillos de la noche pasada.