De repente nos dicen que nosotras, las de siempre, ya no somos feministas porque no cumplimos con su dogma de fe. El mensaje nace de esas y de esos que escriben mandamientos con fuego para intentar enviarnos al ostracismo de los que ya no somos seres de luz, sino borregas del averno.

Nosotras, las que miramos con admiración a nuestras abuelas y a nuestras madres y estudiamos por y con ellas, ascendimos aupadas en su confianza, nos rebelamos contra quienes pretendieron coartarnos y dirigimos hoy nuestras propias empresas, resulta que ya no representamos a esa nueva religión que quieren inocularnos para sentirnos «empoderadas». De pronto, alguien pretende que veamos el mundo en blanco y negro y que odiemos a quienes amamos, sin entender que el feminismo no es una religión ni una filosofía, sino un término y una forma de pensar que debe entenderse desde la libertad e igualdad que defiende.

Yo no quiero subvenciones públicas, ni imposiciones en mi casa. Yo me niego a que me obliguen a contratar a personas por su género, sino por su valía, aunque, curiosamente, y por esta causa, en mi agencia hoy solo cuente con mujeres. Yo no necesito que me defiendan discriminándome positivamente, sino que protejan mis derechos y me ayuden a no tener miedo a manadas de locos primarios si estos pueblan las calles. Yo no quiero exigir paridad si esta no viene avalada por la premisa básica de que somos, sencilla y simplemente, iguales, y lo que imploro es que el mundo siga cambiando así, a pasos agigantados, para que nos lo susurren desde la cuna y no a golpe de decretos.

Yo no quiero que Pérez-Reverte ceda su sillón de la Real Academia Española a una señora menos ilustrada, sino que de forma natural nosotras podamos pintar más letras y acuñar nuevas palabras. A mí el lenguaje inclusivo no me incluye si solo son palabras manidas que no aportan nada, prefiero que deje de juzgarse nuestro atuendo en los informativos y se escuche más y mejor lo que tenemos que decir. Yo no quiero que las preguntas que me hagan en una entrevista sean diferentes a las de un hombre y que pongan en tela de juicio por qué decido no ser madre o qué hago para mantenerme en forma. Para mí el feminismo bien entendido es firmar hoy este artículo sin que me toquen una coma y que me den el mismo espacio que al resto de plumas.

Yo quiero que al conocerme me extendáis la mano para que la apriete firmemente y no me quejaré si hoy alguien me abre una puerta porque mañana seré yo quien muestre la misma educación y repita esa hazaña. A mí no me recomendéis paridades ni paridas porque cuando lo hagáis me sacudiré la caspa que destiláis en esta piel que es solo mía, que me gusta y que es femenina y feminista. Hoy nosotras, las de siempre, las que crecimos con «La Bola de Cristal» y nos reímos de las brujas, celebramos trabajando que somos grandes mujeres y que no necesitamos que nos aúpe nadie más que nosotras mismas. Hoy nos declaramos libres, fuertes y, sencillamente, iguales, pero no desde la doctrina de aquellos que hacen política y buscan votos a nuestra costa, sino desde la certeza de que no estamos locas sino que sabemos lo que queremos.

Hoy la niña de diez años que leyó «Mujercitas» sigue admirando a todas y cada una de sus protagonistas, respetándolas, amándolas y protegiéndolas, aunque para ello tenga que cortarse la melena y ver cómo queman su primera novela.

Hoy nosotras, las que fuimos educadas para no tener miedo a alzar la voz aunque esta no gustase a todos y todas, solo queremos recordar que el feminismo no tiene una sonrisa, sino miles, y que comienza en gestos tan cotidianos como evitar darnos dos besos si os tendemos la mano.