Cada vez que atisbo una de esas cárceles flotantes todo incluido que denominan cruceros, cambio inmediatamente el rumbo: el centro de las ciudades se abarrota de turistas con chanclas y su estela atrae un banco de tiburones carroñeros. Y ahora me entero de que contaminan más que todos los automóviles de Ibiza juntos. Entre sus cócteles azucarados, comida de rancho de hospital, animadores de estridente voz nasal con megáfono de insultantes decibelios, actividades sociales para conjurar el aburrimiento, etcétera, parecen uno de los círculos dantescos donde cualquier marino auténtico pierde toda esperanza.
Los indígenas de muchos puertos que los han acogido reniegan de ellos, y parece que los únicos que están contentos son los vendedores de souvenir o alguna cadena globalizada de hamburguesas. El problema es que se hipotecan con unos contratos y construcción de diques que les obligan a aceptar tales ciudades flotantes durante largas décadas. Tal es el dilema de Venecia, que ya tiene un superávit turístico como para encima atiborrarse con los miles de personas que les visitan durante unas horas. Y qué decir de La Habana, donde hasta las elegantes jineteras escapan de la súbita marabunta que invade el Malecón o la Plaza de Armas por unas horas de frenesí transeúnte.

Por eso me alegra que en el Portus Magnus se trate de esquivar tal fraudulenta baza turística y se ponga coto a los ferrys que colapsan el centro urbano y contaminan la bahía. Hay veces que menos es más y, si se quiere mejorar la calidad, hay que luchar contra la cantidad masificada. La geografía manda y a las exitosas Pitiusas hay que mimarlas.