Está claro que la bonanza actual viene del turismo, que hay que planificar el sector, proteger el paisaje y el medio natural. Además estamos en la obligación de mejorar el modelo que tenemos y de preservar nuestra identidad histórica. En eso deberían estar nuestros políticos y no en sus paridas de ingeniería social cutre. Ibiza es hoy una sociedad pujante que debe buscar su equilibrio, ahora que de verdad puede hacerlo por sí misma; antes no podía. Veamos un caso: uno de los años más aciagos de la historia de Ibiza fue 1846. Una sequía inmisericorde arrasó los campos y arruinó a los campesinos de Mallorca, Ibiza y Formentera. En la Pitiusa menor el panorama era indescriptible, muchas familias estuvieron más de treinta horas sin poder comer nada. El gobierno provincial y hasta el nacional tomó cartas en el asunto, pero su ineficiencia era palmaria. En los periódicos de la época se lee «que el venerable y apreciadísimo obispo de Ibiza a dado a los pobres cuanto tenía, y a quedado reducido a comer una triste sopa de ajo». Finalmente se enviaron 40.000 reales del fondo de beneficencia y se perdonó el pago de las contribuciones, entre otras cosas porque no hubiera habido forma de recaudar nada. La situación no mejoró demasiado en años posteriores. En 1849 los campiña pitiusa ofrecía un cuadro triste y desolador. Algunos sostenían que la pobreza por la que pasaban las Pitiusas cada ciertos años se debía a la falta de poblaciones densas, a la dispersión rural y al escaso interés del campesino por innovar en una tierra que generalmente era fértil. Otros consideraban que la división administrativa de Ibiza favorecía poco el fomento. Lo cierto es que a muchos ibicencos en la segunda mitad del siglo XIX no les quedó otra que emigrar, por ejemplo a Argel. Añadir que en tierra extraña rápidamente solían hacer fortuna.