En verano la mar pitiusa se llena de marineros de agua dulce que jamás debieron salir del pantano de Valdecañas. Son fácilmente reconocibles: fondean solo donde hay muchos barcos y lo más cerca posible, para que haya abordaje a la hora del borneo; en vez de otear el horizonte vigilan la cubierta vecina con la triste esperanza de ¡por allí resopla algún famosillo! y hacer una indiscreta foto que luego colgarán en sus aberrantes redes antisociales, gritan al hablar y van con la música pachanguera a tope, adoran esas motos acuáticas cojoneras que afeitan la popa de cualquier bote a cuarenta nudos con grave riesgo para confiados nadadores…

Se los puede esquivar fácilmente en el mordido litoral pitiuso, pero a veces, por esos caprichos de amigos con crisis de identidad, uno se ve obligado a darse un baño de multitudes. Así me pasó ayer cuando en vez de ir a las solitarias Bledas o al diamantino Vedrá, me llevaron a la esmeraldina Cala Conta. El desorden más absoluto reinaba en la mar a la que nadie necesitaba imponer leyes en la época del pirata Espronceda. A punto estuve de ser asesinado por unos cuantos cretinos sin cortesía ni respeto que pilotan sus botes con ínfulas del capitán Bligh, memos que jamás conocerán los amores de Mai-Miti o las profundidades de Christian Fletcher en el motín de la Bounty.

Antes que multar a los que fondean en la bendita posidonia o a los náufragos que pasean por Conejera, tendrían que poner firme a tanto peligro flotante y a los ayuntamientos que no hacen caso de sus repelentes emisarios. Los humanos, como las lagartijas, también necesitan protección.