Si hay un pueblo que me tiene maravillado en el poco tiempo que llevo en Ibiza, ese es, sin duda, Santa Gertrudis de Fruitera. Lo conocí por motivos de trabajo, pero, desde entonces, cada vez que tengo la ocasión no dudo en coger el coche y escaparme allá. De momento han sido tres veces, pero irán subiendo.

Y ¿qué es lo que me atrae de ese pueblo? Para ser sincero, no es sólo el pueblo, que sí. Me encanta el monte -perdón, quise decir el bosque- que uno se encuentra en el trayecto. Siempre me detengo a respirar un poco de aire puro y a disfrutar de esa mezcla de verdes que hace que mi color favorito se convierta directamente en una necesidad vital.

Una vez en el pueblo, disfruto de su tranquilidad, de que no haya amontonamientos de gente. ¿Qué le voy a hacer si así vine al mundo? Aprecio tanto esos momentos de contacto con la naturaleza, de escuchar los sonidos que ella te regala amabilísimamente...

Es un placer caminar por sus calles empedradas, pasar junto a la iglesia, detenerse en alguno -o en varios- de los múltiples bares que amenizan su avenida principal, construida por las lágrimas de los ángeles que directamente se postran ante la belleza de la Santa y de las construcciones que viven por ella. Es una perfecta combinación de piedra y vegetación, de negro y verde, que le confiere un carácter especial y, de momento, convierte Santa Gertrudis en mi pequeño paraíso en Ibiza, allí donde sé que, en cualquier momento -al menos por ahora- puedo acudir a lamerme mis heridas o a disfrutar de una felicidad más o menos pasajera.

Me quedan muchos sitios que visitar en Ibiza, es verdad, pero tengo especiales ganas de conocer la isla de Formentera. Quién sabe si algún día le robará el trono a Santa Gertrudis de Fruitera.