No voy a hablar de San Fermines, ni de Bolsonaro ni de nuevos brotes. No pienso quejarme de los siete Ferraris que rompieron el silencio de la noche el sábado mientras cenábamos apaciblemente en la terraza. Me niego a seguir dando pábulo a los inconscientes que se cuelgan las mascarillas del brazo, se ciñen los machos en fiestas ilegales y ahuyentan a la verdadera normalidad obligándonos a todos a jugar a su Ruleta Rusa. No, no se merecen que les dediquemos un artículo, ni la saliva sana que gastamos en cada conversación donde sale a relucir siempre su falta de responsabilidad y de respeto hacia el resto. A mí los que lloran porque no podrán correr delante de un toro, en vez de por las decenas de miles de muertos que agonizaron abandonados a su suerte en camas oscuras, me provocan repulsa y los cornearía sin reparos.

¿Qué puede haber ahí dentro? ¿En qué se transforma el dolor en aquellas personas que anteponen una feria o una noche de ocio a la salud de nuestros padres, hermanos o abuelos? ¿Cómo se vive con esa falta de empatía y a qué suenan los latidos de esos huecos yermos?

No voy a hablar más, he cerrado el libro. Ya he elegido la portada de esa bitácora que nos enganchó durante el confinamiento y no pienso regresar a los días de miedo y amaneceres inciertos. He vuelto a emocionarme con cada atardecer, con los peces que me saludan desde el mar cuando paseo, con los cumpleaños felices, con los 50 segundos buceando sin respirar bajo el mar y con el olor a piscina y sueños. Quiero quejarme por el estrés, por las llamadas a horas intempestivas y por los audios que me niego a escuchar y a responder. Anhelo los días en los que escribir el artículo dominical de un periódico precisaba de una idea nueva que no estuviese pintada de verde y acero.

No se lo merecen y, sin embargo, aquí estamos otra vez hablando de ellos: del imbécil que cogió un vuelo el otro día a Ibiza para asistir a una despedida de soltero aun habiendo dado positivo en un PCR, del inconsciente que provocó el primer brote en nuestra isla virgen a golpe de “chunda chunda” y mal champagne, de las payasas que se pasaban ayer un porro sentadas en la arena y compartiendo babas en una litrona y de los presidentes que se creen Batman y al final se contagian como todos, demostrando que la estupidez humana se parece demasiado a las enfermedades incurables y no conoce de edad, de clase social ni de raza.

Lo lamento mucho si les escribo una vez más presa del pánico, sin saber quién dice la verdad y qué será de nosotros si esta distopía comienza de nuevo. Recuerden que si nos encierran otra vez el mundo se hundirá y ya no habrá ayudas ni bancos europeos que nos salven de esto. Ahora es el momento de dar un golpe en la mesa y de actuar porque tenemos las herramientas que nos faltaron al principio: mascarillas para proteger, conocimientos para prevenir y tests para cribar e incluso algún medicamento que parece que funciona y un manojo de vacunas en pruebas. Puede que yo también sea una tonta de remate por no entender por qué no se hacen pruebas en los aeropuertos y puertos a las personas que se desplazan desde otros lugares, qué impide a las comunidades autónomas actuar e instalar controles fronterizos con idéntico fin y a qué esperan para cortar el grifo a este puñetero virus antes de que él nos corte a nosotros los huevos.

Debo ser una ilusa y ya está bien de seguir hablando de lo que no entiendo. Hasta el próximo libro, espero que esta vez pueda ser la novela que nunca me he atrevido a escribir y que me late en los dedos.