Quien me conoce bien sabe que una de las cosas que menos me gustan del fútbol moderno es que cada año tu equipo favorito cambie el diseño de su camiseta para venderla a 100 euros.

Que el día en que entró en vigor la Ley Bosman lo tengo marcado como aquel en el que murió el fútbol de verdad y que no me gusta el negocio en el que se olvida la cantera ante el peso de la cartera. Solo mis allegados saben que una de mis frases de cabecera es odio eterno al fútbol moderno y que me encantan los resúmenes del Estudio Estadio de toda la vida cuando los jugadores llevaban botas negras y números del 1 al 11 en una camiseta metida por dentro de unos pantalones cortos de verdad. Y cómo adoraba ver con mi padre una y otra vez partidos de finales de los setenta, principios de los ochenta y casi primeros de los noventa y sobre todo aquel Mundial de México en 1986. Recuerdo el gol anulado a Michel contra Brasil, a Butragueño marcando cuatro goles a Dinamarca en Querétaro, a Eloy fallando un penalty contra Bélgica en octavos de final y sobre todo a Maradona. Ese barrilete cósmico que dejó en el camino a tanto inglés con dos goles que fueron una reivindicación patria tras las Malvinas y cómo condujo a su país al título ante Alemania en el Estadio Azteca mientras yo, siendo un mico, apostaba con mi abuelo unas pesetas simbólicas sobre quien ganaría.

Luego, en 1990 en el Mundial de Italia cómo se enfrentó en la final a todo un país mientras el público pitaba el himno de su país. Y también cómo, después de ser Dios en Napoles, se convirtió en caricatura. De su llegada al Sevilla, sus últimos años y lo que vino tras retirarse, mejor no hablar porque fue el reflejo de que todo aquello en que creía se venía abajo. Su autodestrucción personal y profesional fue casi de la mano de la autodestrucción del fútbol. Hoy uno de ellos se ha ido. Es el barrilete cósmico. Al otro no le queda mucho al paso que vamos.