OK Diario publicó el miércoles una interesantísima entrevista a Ivan Prado. Tanto por el contenido como por la persona, ya que este artista lucense que se confiesa tan de la terra galega «como la empanada», fundó hace casi dos décadas la ong Pallasos en rebeldía.

Con ella ha llevado la ilusión a miles de niños de los campos de refugiados saharauis o la Franja de Gaza, donde viven bajo el bloqueo y los bombardeos constantes del ejército israelí, ajenos a los lujos de los que aquí disfrutamos. Con su nariz roja, su ingenio, su carisma y sus «armas de diversión masiva» organiza actuaciones con las que arranca sonrisas y traslada ilusión mientras se burla con sorna de las injusticias y defiende los derechos humanos. Algo que le ha valido para descubrir que «la gente más alegre y divertida del mundo habita en lugares en los que no saben si mañana estarán vivos».

Yo no soy tan valiente ni tan atrevido como Ivan y siento cierta envidia sana por la grandeza de su persona, pero en los dos viajes que hice a Nepal y en el que hice a Gambia descubrí algo parecido. Cuanto menos tienes menos necesitas y se puede ser feliz cambiando la última consola, la última camiseta de tu equipo de fútbol o tus zapatillas nuevas por la ilusión de volver a jugar con tus amigos, ver amanecer cada día sabiendo que estás vivo o simplemente por el mero hecho de tener a tus padres o hermanos cerca. Algo que en algunos países les puedo asegurar que es una gran suerte.

Yo sé que no soy el mejor de los ejemplos porque compro cosas que luego no necesito por el mero hecho de acumular «pongos» como diría mi madre, pero si que tengo claro que viendo como están en otros sitios, yo, al menos, no tengo derecho a quejarme por nada porque disfruto con regalos que me da la vida como un abrazo, un atardecer, un beso, una palabra amiga o simplemente, seguir vivo cada mañana.