No me van los baños de multitudes, y menos aún con pegadizo tanga que esconda eso que el gran Quevedo supo llamar «el aromático rubí»; tampoco con el forzoso y moderno atrezzo planetario que es la mascarilla de joker llorica. Así que escapo a unas rocas solitarias y me lanzo al mar en plan adánico. ¡Qué maravilla! La resaca se difumina y juego con las olas como si fuera un alegre delfín. El colchón de plancton venusino de las rocas me protege y al fin salgo de color azul a la superficie.


No hay registros de lo que se ha bebido esta Nochevieja en las casas. Pero en los bares pitiusos he captado un ansia báquica de alegría que es poderoso catalizador de energía y exorcismo de penas. El contagio aumenta inquietantemente en plena llegada de la vacuna (un médico me confesó que es como si rociaran virus en las zonas rebeldes) y la sociedad anda dividida a la hora de pincharse. Es natural: esta epidemia es vista como una guerra mundial que ha ganado Fu Manchú. Y socialmente el miedo ha provocado un peligroso auge inquisitorial a la hora de juzgar el comportamiento ajeno.


Los savonarolas de turno pretenden imponer un nuevo confinamiento, pero eso acabaría con la maltrecha salud mental de gran parte de la población. Las medidas de toda la vida como la higiene y ventilación de las casas han vuelto a ponerse de moda (a no ser que uno viva en esos absurdos edificios modernos donde no se pueden abrir las ventanas). Hay una concienciación social que apela a la responsabilidad individual a la hora de divertirse. Realmente es posible sobrevivir sin tiranía.

¡Feliz año nuevo!