Con la tímida apertura de los bares parece que el fin del mundo se aleja un poquito más de Formentera. Julio Verne, que navegó por sus aguas esmeraldinas a bordo del Saint Michel y que seguro que se dio más de un baño en cueros mientras planeaba la novela Hector Servadac, estaría feliz y pediría en la barra antigua un suissé.

Si el hombre –según la sabiduría de Aristóteles cuando está bien traducida- es mucho más que un animal político, pues es un animal que vive y se desarrolla en la polis o sus cercanías, que gusta de charlar con unos y con otros y celebrar un simposio o encuentro con los amigos brindando con el vino que inspira a la verdad, entonces la humanidad ha retrocedido salvajemente durante la dictadura de la pandemia.

Buena prueba de ello es la demagogia política y su insultante falta de transparencia. Hace más ruido mediático la vacunación de unas infantas en tierras desérticas que las miles de muertes en residencias criminalmente descuidadas (pero ¿no era la pareja de la ministra Montero su responsable?), que la subida tremenda del paro y el tsunami del cierre de empresas, que la vergonzosa ocultación de un informe clave del Consejo de Estado sobre un control efectivo de las ayudas europeas…

El cerebro se ha comprimido con tantas restricciones sociales y el nivel se ha despeñado todavía más. De ello se aprovecha la secta política y un sanchismo que, falto de razones, opta directamente por la propaganda.

Pero incluso entre tanto horror vendrá una cierta normalidad. ¡Hasta la castigada Ibiza tendrá que abrir algún día los bares pese a los desmayos de Armengol! Y entre brindis y reuniones, el cerebro volverá a funcionar mejor. Cuestión de lógica aristotélica.