Mi madre siempre se ha descrito como una mujer «hermosa». Lo hacía en el sentido más literal de la palabra, puesto que su 1,70 de altura, su melena rubia y su sonrisa pintada de rojo la convertían en una mujer diez, pero también se refería orgullosa a las proporciones de sus curvas. Puede que fruto de esa naturalidad con la que reivindicaba y lucía su talla, a mí me pareciese que atribuirse aquel adjetivo era algo positivo y por eso siempre comí con placer, me vestí como quise y hui de taparme el culo con una cazadora para intentar disimular las cartucheras, cuando todas mis amigas lo hacían, durante una dulce adolescencia en la que, curiosamente, estábamos más delgadas que nunca.

El contexto socioeconómico en el que transcurría ese adjetivo es diferente al que vivimos actualmente. Durante la guerra y la postguerra el hambre hizo mella en muchísimas familias y la desnutrición manifiesta era un símbolo de pobreza, por lo que una cara redonda y lozana representaba salud y belleza para abuelas y madres hasta casi consumidos los años 80. La llegada de las top model en los 90 y su irrupción en el mundo de la moda marcó un antes y un después en una sociedad como la española en la que el culto al cuerpo se desconocía y nos mostró otro arquetipo tan inalcanzable como unas caderas rotundas cuando la nevera está vacía. Aquellas medidas que propugnaban el consabido 90/60/90 estaban reservadas a modelos que ondeaban sus cuerpos en pasarelas y revistas desde su 1,80 de estatura, e intentar ser como ellas era tan inalcanzable como pretender tener por ciencia infusa el cociente intelectual de Einstein. Tampoco me afectó demasiado en aquella década no cumplir con los números marcados, porque los superaba en algunos centímetros y yo seguía aferrada a conceptos arraigados en mi familia como «más vale que sobre a que falte».

Pero después llegaron las actrices y las figuras andróginas que nos mostraron cuerpos casi infantiles y tallas que iban solo de la 34 a la 38, y ahí ya nos hemos quedado ancladas y metiendo tripa sin saber cómo colarnos en ellas. Hablo en femenino porque, aunque a ellos también les afecta cada día más esta lucha sin cuartel por lucir abdominales, seguimos siendo las mujeres a quienes se nos juzga antes por los kilos de más que por el talento de menos.

Así hoy, en esta crisis sin precedentes en la que hemos vuelto a sentir hambre de afectos, de alimentos en muchos casos y de libertad, nos vemos en la tesitura de tener que pedir perdón y bajar la mirada si necesitamos un vestido de la 42 o de la L.

La gordofobia se ha implantado de forma violenta entre nosotros haciéndonos sentir culpables si no seguimos una dieta estricta o nos destrozamos el cuerpo a base de ejercicio, tengamos la edad que tengamos. ¿En qué momento han cambiado tanto las cosas que sentimos que debemos justificar al mundo que nunca más podremos formar parte de esos cánones de franquicias y desfiles? ¿Cómo hemos terminado en esta espiral en la que algo tan poco importante como unos michelines nos ahoga tanto? No estoy hablando de obesidad, ni de sufrir cualquier tipo de enfermedad que ponga en riesgo nuestra salud, sino de algo tan sencillo como sentirnos bien y ser felices dentro de nuestros cuerpos, sean como sean, con más o menos. Aquí hemos venido a jugar y si gastamos todo nuestro esfuerzo en pulir solamente nuestra carcasa es probable que no nos queden fuerzas para velar por las personas que llevamos dentro.

En este año aciago, en el que la pandemia nos ha quitado demasiadas cosas, sería maravilloso cambiar de chip y volver a pensar como nuestras madres, viendo a todo el mundo guapo o, mejor dicho, viendo a las personas de verdad. Seamos un poquito mejores, más como ellas y menos superficiales, reivindicando «estar hermosas», riéndonos de todo y cantándole siempre a la vida, aunque a veces nos ponga de perfil. Como dice mi madre, «las que somos de constitución fuerte somos así, y aquí la única talla que importa es la de la sonrisa».