La presidenta del Govern Balear, Francina Armengol, en una imagen de archivo. | Jaume Morey

Los españoles no hacen ni caso al Ministerio de Sanidad con la segunda vacuna de Astrazeneka. Cada día más autonomías se rebelan frente al despotismo sanchista. Los jueces han parado la dictadura vírica de Armengol por ser desproporcionada en un estado de Derecho. Las facturas de la luz siguen electrizando a los consumidores y la vicepresi Calvo –según el absurdo lenguaje inclusivo que predican, debería cambiarse a Calva o Calve—argumenta que es un problema de género por ver quién se pone a planchar en la madrugada.

Da la sensación de que todo se desmorona en medio del esperpento institucional. Nunca habíamos tenido tantos políticos, asesores y ministerios ocupados en hacer más difícil la vida de los otros. El gasto público se tambalea y la única solución progre es disparar los impuestos. Revive la certera máxima del Marx bueno (Groucho), que dice que un político es alguien que busca problemas, los encuentra, emite un diagnóstico falso y aplica la solución equivocada.

La guerra a los bares en Baleares ha sido especialmente cruenta y ruinosa. Su objetivo era la atracción del turismo británico con cepa india incluida, pero tras el plantón de Boris Johnson –tiene melena de hooligan, pero es un primer ministro de cultivado origen turco y prefiere que sus compatriotas gasten los ahorros en el English Summer—, deben cambiar sus planes. Será el turista nacional quien ayude a salvar la temporada más incierta en Baleares (urge un control efectivo sobre el abuso de tarifas aéreas con la Península).

También el mercado europeo. Por eso Armengol debiera decirle a su adorado Sánchez, tal y como ya ha avisado la Unión Europea, que es estúpido y desleal poner más trabas a los compatriotas y comunitarios que a unos turistas ingleses que todavía ignoramos cuándo vendrán.