Un niño jugando con pintura. | Foto de Sharon McCutcheon en Pexels

Algunas veces me han preguntado cómo reaccionaría yo si mi hijo me dice cuando sea mayor que es homosexual. Cómo me tomaría que Aitor me dijera que no le gusta jugar al fútbol y si bailar. Como me sentaría si un día me dice que no se siente cómodo en su cuerpo de hombre o que, por ejemplo, ya no quiere seguir estudiando y quiere trabajar. Y siempre he respondido lo mismo.

Tal y como hicieron mis padres conmigo le animaría a seguir su propio camino y le diría que hay que luchar y perseguir aquello que realmente te haga feliz. Y que, por supuesto, lo hiciera sin hacer daño a nadie porque ante todo y sobre todo hay que ser buena persona. Y ya si es formal, educado y tiene ciertas inquietudes, pues chapeau. Pero para conseguir todo esto es básico el papel de los padres. Nosotros somos la base para que ellos entiendan que nadie es diferente por cuestión de raza, color de piel, religión u orientación sexual. Que entiendan que todos somos iguales sin importar si vamos en silla de ruedas, sobre nuestras piernas o tenemos síndrome de Down. Que a nuestros mayores hay que respetarlos y cuidarlos porque en la experiencia está la sabiduría, que hay que respetar el medio ambiente y nuestras ciudades y que en la medida de lo posible tenemos que ser solidarios con el prójimo porque siempre habrá alguien que lo estará pasando peor que tú. Es básico enseñarles que no vale todo en esta vida y que antes de hacer el cafre se lo piensen dos veces porque la vida humana es lo más preciado que hay y porque hasta que no inventen la máquina del tiempo no merece la pena estar toda una vida arrepintiéndonos por apenas unos segundos.

En nuestra mano está, como padres, convertir a esos locos bajitos en personas capaces de tomar decisiones por sí mismos mientras persiguen sus sueños sin hacer daño a nadie. Personas que respeten, que no odien y que sean felices. Más allá de si les gusta la carne o el pescado.