A la estrella Sirio la apodan «la abrasadora». Irradia las noches desde la constelación del Can en la canícula en que estamos sumergidos. Es una temporada tórrida amada por las sirenas para entonar su canto que roba la voluntad.

Y en un día como estos, hace un par de milenios, el emperador Tiberio ordenó un cónclave de poetas y magos a los cuales exigió: «¡Explicadme lo que cantan las sirenas!». No sabemos si Tiberio acabó despeñándolos por los acantilados de Villa Jovis, tal y como afirma la leyenda que hacía con sus amantes perversos («Dadme labios jóvenes, con sabor a frutas»), pero, salvo algunas perlas poéticas, poco se sacó en claro.

La canícula alienta el canto narcótico de las sirenas y los totalitarios rebuznos burrócratas. Pero ¿qué queréis?, los políticos me parecen cada día más vulgares patanes que pregonan el más bajo denominador común, mientras admiro a las sirenas que pueden tanto llevarte a pique como enamorarte y colmarte de bienes, tal y como hacía Ligura, la sirena de Lampedusa que devoraba vivas estrellas de mar.

Pero la clave del canto de la sirena me la dio mi gran amigo Luis Racionero durante un almuerzo en un chiringuito ibicenco. De pronto aparecieron unas bellezas acompañando a unos forrados macarras. Estaba claro que ellas se aburrían mortalmente, pero alquilaban su presencia. Hacía un calor insoportable y las coquetas ya no aguantaban más a los brutos; así que dedicaron su atención a nuestra mesa, apuntándonos sensualmente. Súbitamente el aire se encantó con la música púbica que en la corta distancia esclaviza la voluntad de cualquier macho vitalista. Y naturalmente caímos rendidos durante el tiempo que quisieron regalarnos. Son los milagros de la abrasadora canícula, cuando el canto de la sirena resuena en allegro tempestuoso.