Estábamos esperando a que mi madre saliese del quirófano. Mi hermana y yo sentadas en el suelo y mi padre y mi hermano en dos sillas desvencijadas y con poco lustre. Nosotras preferimos dejar nuestros asientos a un par de mujeres que llegaron más tarde, en un gesto medido entre la educación y la necesidad de que el frío de las baldosas nos templase un poco los nervios. Recuerdo que tenía un libro entre las manos pero que era incapaz de pasar las páginas y que mi hermano luchaba por concentrarse en la pantalla de su ordenador haciendo un esfuerzo por enterrar sus temores en el trabajo. Mi padre estaba callado; sonreía a las personas que pasaban por aquel pasillo oscuro sin mucho convencimiento y mantuvo un par de charlas banales con antiguos compañeros de la fábrica.

Al despedirnos de ella nos explicaron que la operación sería larga y que podría dilatarse hasta durante seis interminables horas. Ella, serena, apretó la mandíbula y se despidió con un elevar de barbilla y los demás le hicimos alguna broma para que no se nos notase que la voz nos temblaba.

Era la primera vez que mi madre se sometía a una intervención quirúrgica y llevaba tantos meses presa del dolor que aquella prótesis de cadera tenía cosida una promesa. Nunca la habían sedado y yo le conté una película sobre que ya tenía edad para probar algún tipo de droga y que aprovechase para reencontrarse con su madre y con su hermano en ese limbo que dicen que atraviesas cuando te anestesian del todo.

Me levanté, estiré las piernas, miré por la ventana, sentí vergüenza por tener hambre en aquel momento y solté un juramento por dentro por no ser capaz de controlar el volumen de mis tripas. Mi hermana se rio y me cogió la mano.

De pronto un matrimonio entrado en carnes y años cruzó la sala. Ella lo acompañaba a hacerse una prueba, un paso por detrás, callada y cabizbaja. De pronto se desvaneció, el ruido de su cabeza contra el suelo sonó tan fuerte que repté hasta su lado sin saber ni qué hacer ni cómo evitar que la sangre le brotase de la boca. Solo quería tranquilizarla, decirle que no se preocupase, que no pasaba nada, que no cerrase los ojos y que en seguida llegaría una enfermera. Él, pusilánime, nos miraba. Le cogí fuerte la mano, «no pasa nada, no ha pasado nada, solo ha sido un desmayo por el estrés, tranquila», le repetía en una letanía que se me hizo eterna. En escasos minutos dos hombres la subieron a una camilla, mientras que su marido, torciendo el rostro en una mueca de desprecio, dijo en voz alta: «siempre tienes que liarla, ¿eh?». Me quedé aterrada, si saber ni qué hacer ni cómo digerir aquella falta de amor, de humanidad y de respeto.

La operación de mi madre salió perfecta. Fui la primera en entrar en la sala de reanimación donde me confesó que había visto una luz y a su madre y a su hermano diciéndole con gestos que todavía no podían abrazarse, que quedaba mucho tiempo para hacerlo. Esa experiencia la emocionó tanto que cuando la operaron de la otra cadera soñaba con volver a atisbar sus rostros. No se repitió aquel encuentro místico, pero mi madre camina hoy, dos quirófanos después, con el garbo de los veinte años (o casi).

Intenté encontrar a aquella mujer y un celador, ante mi insistencia, me dijo que no me preocupara, que ambos estaban ya en su casa. Pero aquel hogar oscuro en el que ambos volverían a convivir sin afectos se me antojó la peor de las cárceles.

La mirada de mi padre, en cambio, era tan bonita que el brillo de sus ojos verdes fue capaz de convertir aquella habitación compartida y sin apenas luz en un parque de atracciones. Gracias por mostrarme que el verdadero amor se viste de complicidad, porque en esta aventura que es la vida hoy tengo menos miedo de caerme.