Durante el confinamiento nos invadió un insólito y falaz buenismo. Nadie iba a quedar atrás, los ciudadanos aplaudían a los sanitarios y las pancartas con estúpidas frases que parecían sacadas de inútiles libros de autoayuda cubrían los balcones. Pensábamos que la pandemia nos cambiaría para siempre y nos haría más sensibles, empáticos y generosos, pero este espejismo duró menos que el abrazo de un suegro.
Salimos más fuertes
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