Imagen de archivo de las obras del emisario de Talamanca.

Es bastante habitual que las administraciones públicas acostumbren a ordenar el territorio con un criterio electoralista para responder a las demandas de su parroquia en lugar de hacerlo con criterio técnico o con consenso. Ello provoca un urbanismo pendular que genera una inseguridad jurídica insostenible, la cual conduce a los particulares a interponer recursos administrativos y contenciosos al ver injustamente cercenados sus derechos respecto de sus propiedades, con la consiguiente inversión en abogados y un dispendio de tiempo desproporcionado.

En materia urbanística no existe igualdad de condiciones entre administración y administrado y me atrevería a decir que en ningún ámbito de las relaciones entre administración y ciudadano. Esto se vé claramente con los retrasos exagerados y sin consecuencias que sufren aquellos pobres ingenuos que se aventuran a tramitar una licencia.

Sin entrar a mencionar la excesiva y prescindible burrocracia (como escribe el siempre brillante Jorge Montojo) que se requiere. Pero hay algunos valientes que se atreven a plantar cara ante los desmanes de la administración y que ganan. No en vano, el Govern balear (es decir, el contribuyente) ya ha tenido que pagar nada menos que 321 millones de euros en indemnizaciones por «proteger el territorio» desclasificando terrenos urbanizables sin reparo ni rigor.

Es por esta razón que el legislador y las administraciones locales deberían ser mucho más cautos a la hora de coger el lápiz y cambiar la clasificación de un terreno de un plumazo o de elaborar una norma que implique dicha desclasificación. Desafortunadamente, saben que su arbitrariedad administrativa es inocua para ellos ya que las consecuencias y los daños colaterales los paga el de siempre: el ciudadano.