Les puedo asegurar que me juré a mi mismo no volver a escribir sobre este tema. Me prometí no caer en la tentación de criticar en lo que se convierte la isla de Ibiza cuando comienza la temporada, pero no ha podido ser. Ha bastado una única visita al aeropuerto de Es Codolar para recoger a mi madre para darme cuenta que la tentación es mucho más fuerte que mi fuerza de voluntad. Fue ver la cola que se acumulaba en la nueva zona habilitada para que los coches estén «solo dos minutos» para recoger o dejar pasajeros y comenzar a temblarme todo. Después, tras un rato en la fila y ver el caos que se había montado porque un par de conductores tenían apuros para sacar sus coches aparcados en batería sin apenas espacio, comprobé que ya no había remedio. Y aún menos cuando llegó la puntilla al descubrir decenas de vehículos esperando en doble fila, la enorme cantidad de turistas recién llegados para coger el transporte público o cómo el sonido de las obras lo llenaba todo.

Mientras mi madre salía del aeropuerto con retraso sobre el horario previsto porque la cinta de las maletas tardó más de lo habitual, me dio tiempo a comprobar que, aunque se nos vendió la idea de que la pandemia del coronavirus nos haría cambiar y saldríamos mucho mejores, en realidad todo sigue igual que hace dos años. Siguen los mismos problemas que antaño y el mismo caos que siempre vivíamos cuando se acerca el inicio de cada temporada. Me da la sensación que no hemos aprendido nada y que, por más que se intentara vendernos mensajes positivos, nos espera un verano tremendo teniendo en cuenta las ganas, totalmente comprensibles, que todos tenemos de volver a disfrutar de la vida tras este tiempo tan duro.

Una vez más las zanjas, las señales, las vallas de obra y los conos blancos y rojos lo invaden todo. Los obreros se afanan con sus chalecos amarillos y con sus cascos blancos en tenerlo todo preparado a la carrera, como si quienes les han contratado no hubieran tenido tiempo en estos meses previos. Los trabajos en los edificios se multiplican por todas partes de la isla y las empresas de andamios, pinturas y reformas hacen su particular agosto en pleno mes de abril con los problemas que generan para los ciudadanos. Y eso por no hablar de un Ayuntamiento que pensó que sería buena idea levantar una de las arterias más importantes de su ciudad justo antes de la temporada en busca de una urbe que, seguramente, en un futuro será más amable pero que ahora es insoportable.

Un año más vuelven los coches a invadirlo todo, quitándonos la calma que convertía a Ibiza en una isla paradisíaca envidia de todo el mundo. Casi sin darnos cuenta, de un día para otro, las principales salidas y entradas de las ciudades y los pueblos se han colapsado con vehículos cada vez más grandes y contaminantes. Ir a cualquier sitio se convierte en una prueba de paciencia apta para las mejores filosofías zen. Todo son gritos, insultos, pitidos con el claxon y malos modos. De gente sin escrúpulos que va corriendo a todos lados, sin paciencia, sin comprender que tu estabas antes, creyéndose los herederos de la tierra y, sobre todo, sin entender la ley de traspasabilidad de los cuerpos.

Los lugares que hace apenas unos días eran idílicos, ahora se vuelven a convertir en grandes hormigueros donde encontrar un sitio para sentarse relajado es tarea muy complicada, o simplemente acercarse a una barra sin que te empujen, te apretujen o te tiren la copa ya es toda una odisea. Donde antes te trataban con cercanía, con amabilidad y te conocían porque eras un cliente fijo cuando todo era distinto ahora eres un número, un bulto o simplemente alguien con quien hacer caja porque donde antes había calma ahora se va corriendo, sin respiro y con la única intención de sacar el mayor beneficio económico posible. Porque donde antes una caña tenía un precio ahora, casi de un día para otro, éste se ha multiplicado.

Y eso por no hablar del precio de los pisos y las habitaciones, de la acumulación de basura por playas, torrentes, bosques y cualquier rincón de la ciudades, de los guiris que llegan sin respetar lo más mínimo pensando que Ibiza tiene menos leyes que Gambia o de esos muchos que se emborrachan y lo dan todo, incluyendo sexo y drogas, como si no hubiera un mañana. O de ese usuario del turismo de lujo que se cree con derecho a todo por el mero hecho de llevar una camisa que vale más que cualquier sueldo medianamente normal o por conducir un coche que solo al arrancarlo gasta más que el mío en una semana. De esos que, luego, casualmente se quedan atrapados en la Marina o al pie de las playas porque hay que llegar con ellos casi hasta el agua.

Tal vez me he vuelto egoísta. Pero no me hagan caso. Todo esto es una pequeña gran pataleta de quien se siente en parte defraudado al darse cuenta que no se ha cumplido aquello que nos vendió el Gobierno de que saldríamos del coronavirus siendo mejores. Seguro que hay tiempo para rectificar, pero me cuesta ser optimista. Tal vez porque me he vuelto egoísta, y al sentirme un enorme afortunado por vivir en una isla maravillosa que sin términos medios, te echa o te enamora desde el primer momento en que la pisas. Me duele ver como la volvemos a echar a perder después de haberla recuperado en parte. Ibiza me enganchó hace ya muchos años demostrándome que mi lugar en el mundo estaba en esta isla que me ha dado tantas cosas maravillosas y tantos buenos amigos que ya ni me planteo marcharme de aquí. Aquí está mi casa, mi gente y el lugar al que siempre quiero volver, y por eso me duele volver a escribir de nuevo esto cada inicio de temporada. Les prometo que el año que viene intentaré no hacerlo.