Turistas en el aeropuerto de Ibiza. | Marcelo Sastre

Yo soy defensor del turismo. Entre sus ventajas, proporciona riqueza donde no hay posibilidades de competir con las regiones industrializadas y pone en contacto culturas, lo cual únicamente puede ser enriquecedor. Sin embargo, hay que reconocer su vertiente negativa, más visible allí donde los visitantes desbordan a los residentes. Como aquí.

Este impacto es inevitablemente tangible en Taormina, Salzburgo, Brujas, Santiago, Kyoto, Valldemossa, Carcasona, Málaga, Venecia y mil lugares más. Son enclaves desnaturalizados por el turismo: en ellos no queda un comercio auténtico; pocos residentes de verdad, extraviados ante las costumbres importadas. El viajero acude a comercios que venden sombreros mexicanos made in China; a bares con croissants de los Champs Élysées; a restaurantes con una carta de hamburguesas salpicada con algún toque local; viaja en burros, rickshaws y buses de dos pisos descapotados, tan importados como los propios turistas; entra a museos que exhiben una cosa atractiva, a modo de gancho, acompañada de insulsas herramientas de marketing; pasea por calles llenas de marcas conocidas en el mundo pero ajenas al lugar; se lleva ‘toblerones’ típicos comprados en el aeropuerto, tras visitar ciudades vendidas a las franquicias que, al final, ofrecen lo mismo que en el resto del mundo, tras un decorado de cartón piedra que es lo único que varía. Como si todo fuera el Pueblo Español.

Me alojé en el centro de Carcasona y de Santiago y por la noche comprobé que allí no vive nadie, que los residentes se marcharon. Como en Venecia, donde apenas quedan cincuenta mil personas que atienden los bares, restaurantes y hoteles, trabajando para las mismas multinacionales de cualquier otro destino. Un taxista de Sevilla, muy observador, me decía que el éxito turístico consiste en que la churrería de toda la vida cierre para dar paso a Starbucks.

Ver las caravanas de motos triciclos por la Serra de Tramuntana con alemanes disfrazados para cruzar los desiertos de Arizona en Harley Davidson, o a ingleses con collares hawaianos por las calles de Alcúdia es totalmente absurdo. ¿Valía la pena todo esto para que alguien regrese a su país contando lo que ha visto en Magaluf o en la famosa calle del Jamón? ¿Eso era Mallorca?

El contraste me golpeó hará un mes en la pequeña Viseu: es una ciudad real, con sus bares, sus comercios, sus bazares; pensados por ellos, solo para ellos. Tal vez por estar a trasmano, nunca ha tenido turismo. No es rica, está llena de ancianas de luto, pero es como es.

Haciendo una simplificación, quien tiene éxito en el turismo sufre una desgracia: queda atrapado entre la necesidad de comer y la pérdida de identidad. Quizás este impacto sea menor en las grandes ciudades, pero en lugares pequeños la transformación es brutal.

Cerdeña, por ejemplo, tiene la misma belleza de Mallorca, pero multiplicada por veinte. Y sólo tiene turismo en la Costa Esmeralda. En Cerdeña están peor que en Mallorca. Nos envidian. Se cambiarían por nosotros sin vacilar un momento. Pero para un mallorquín, ver una isla virgen, auténtica, con sus costumbres, sus paisajes, sus pueblos y sus tradiciones es invalorable. Yo creo que en Baleares estamos atrapados en una dinámica destructiva: tenemos masas de turistas, lo que nos obliga a importar población para atenderlas, lo cual a su vez nos obliga a crecer más, y así sucesivamente, sin que esto aporte más bienestar. Son Sant Joan, tal como se puede ver cualquier día de estos, es la Quinta Avenida de Nueva York. No era este el modelo descrito en el millón de estudios pagados a precio de oro y que se amontonan en las estanterías de Turismo. Como tampoco lo es nuestro urbanismo, ni nuestras cien mil plazas de AirBnb, ni los miles de coches de alquiler, ni el cierre de Formentor.

El Govern nos miente cuando dice que estudia un nuevo modelo. Miente en decir «estudia», porque la ideología lo tiene bloqueado y le impide aclararse. Para mí, necesitamos menos turistas pero con más valor añadido por cada uno, lo cual exige más calidad, más formación, más nivel. Suiza, en una palabra. Nuestros políticos han de entender que hemos de retocar todo si queremos un modelo de excelencia. Pero ellos tienen pánico a hacer algo –lo que sea– y perder las elecciones. Se limitan a la superficie: «turismo sostenible» por «de masas»; «economía circular» por «crecimiento ilimitado». Palabras vacías. Verbo. No dan para más. La derecha, ni eso.

Llegará el día en el que tengamos que abordar esta transformación. Es inevitable. Lo cual iría mejor si lo liderara un sector privado valiente y generoso, que devolviera a su tierra parte de lo que ha generado aquí.