"Recuerdo su dormitorio triste, las sábanas ásperas, las ventanas pequeñas y la ausencia de vida en cada rincón." | Pixabay

Recuerdo el olor a orín, a sopa fría y a tortilla francesa. Los ojos verdes de mi tío iluminándose cada vez que íbamos a verlo a aquella residencia oscura y desangelada. Cada tarde lo sacábamos de allí para que le diese el aire, paseábamos por el barrio con su silla de ruedas enorme e ingobernable y nos tomábamos un zumo de naranja juntos.

Recuerdo su dormitorio triste, las sábanas ásperas, las ventanas pequeñas y la ausencia de vida en cada rincón. Goyo tenía esclerosis múltiple y con poco más de 45 años tuvimos que ingresarlo en la única residencia privada de Aranda porque, al no ser un anciano, no podía acceder a una pública. Tenía prácticamente mi edad hoy y ya no podía moverse, tan solo era capaz de acercarse lentamente un cigarro tras otro a la boca o de subirse las gafas cuando se le descolgaban. Cuando le decíamos que no fumase tanto, respondía: «¿y qué va a hacerme ya, matarme? Entonces dame otro, hija».

Le diagnosticaron la enfermedad con 28 años y vivió dignamente en su casa hasta que tres enfermeras no fueron suficientes y sus necesidades médicas y de asistencia nos sobrepasaron. Mi madre sentía cómo el corazón se le encogía y la tripa se le cerraba cuando la miraba y aguantaba estoica cada broma que él le lanzaba, muchas veces poco amables y demasiado sarcásticas. Mi hermana le cortaba el pelo y le arreglaba la barba, yo le leía y mi hermano le hacía reír hasta que le dolía cada llaga del cuerpo. Siempre nos pedía que le llevásemos chirimoyas, jamón del bueno o cualquier cosa que ahuyentase los demonios de la cocina de aquel lugar siniestro en el que, por volteretas de la vida, yo nací. El mismo hospital que un día fue una maternidad se convirtió en una antesala al infierno.

Le llevábamos comida, colonia, ropa, mantas suaves y mullidas y todo desaparecía. El día en el que nos lo encontramos con la cara destrozada por los cortes y las heridas ya no pudieron justificarse de ningún modo y lo sacamos de allí. Nos dijeron que se cayó de la butaca y que, como era muy pesado y solía llamar demasiado a las auxiliares, no atendieron su alerta hasta un rato después. Él nos contó que estuvo cuatro agonizantes horas en el suelo con las gafas destrozadas y clavadas en el rostro intentando gritar para que lo ayudaran. Era muy pesado, dijeron… Tal vez, el hecho de no poder hacer por sí solo ni un sencillo gesto como rascarse la nariz fuese la causa de que sus necesidades fuesen mayores que las de otros internos. Todavía me duele la falta de humanidad de aquellas personas. Necesitamos abrir las ventanas y gritar antes de recoger las pocas cosas que no le habían robado para trasladarlo a otro centro.

La nueva residencia en Peñafiel era más bonita, tenía un gran jardín y su habitación destilaba un tenue aroma a limpio. Había médicos y enfermeras titulados y pasó sus últimos años mejor atendido, aunque la tristeza y estar en otra ciudad le terminaron de apagar la mirada. Solo podíamos ir uno o dos días a la semana a acompañarlo y tenía la vista tan cansada que ya solamente podía escuchar la televisión, mientras se perdía entre documentales.

Han pasado 24 años desde que nos regaló su último adiós y mi madre nos ruega que nunca la llevemos a un lugar como aquel; como aquellos. Quiere seguir cumpliendo abriles en su casa, con su marido, a pesar de que hacer la compra le pese más cada día, porque lo que deberían ser hoteles de cuatro estrellas en los que ser mimados no son sino cárceles donde nuestros mayores se apagan como aquellas colillas apretadas y amarillentas de mi tío Goyo.

El otro día escuchamos a Mariano Turégano narrar entre lágrimas el abandono al que eran sometidos en su residencia de San Sebastián de los Reyes, cómo pasaban hambre y que lo poco que comían era bazofia. Desgranaba de qué manera les hacían sentir inservibles y que a muchos de sus compañeros no les cubrían sus necesidades más básicas. Ellos, que han trabajado desde niños, que han renunciado a viajes, a lujos y que han entregado sus vidas por nosotros, se despiden en esos geriátricos oscuros sin lo único que nos ruegan: amor, respeto y cuidados. Detrás de sus historias hay demasiados Goyos y, por mucho ruido que hagamos para no escucharles, su música es atronadora. Una sociedad que no vela por sus maestros está rota. Cerremos las residencias.