La mejor forma de recuperarse de los excesos es darse un buen baño de mar. Tonifica, da alegría y estimula el chi, esa fuerza vital que los taoístas acumulan para mantenerse a los cien años como viejos niños cachondos e irreverentes y seguir cantando poemas a las tiernas pescadoras a la luz de la luna. En Ibiza y Formentera cada vez es más frecuente observar a bañistas en la mar de invierno. No digo yo que todos emerjan agónicamente de una noche de farra, como peces que boquean por la falta de alcohol en sangre, pero es revelador ese tono azulado y a veces purpúreo hasta que brindamos con un café caleta (lo prefiero al vino caliente y especiado llamado Glühwein de las bárbaras latitudes).

Ignoro los gustos bañistas de nuestra clase política (domina el aspecto desaliñado y faltón del que tiene mal vino), pero me temo que no salen del jacuzzi. Y el jacuzzi acostumbra a ser una cochinada a no ser que estés en los jardines de Kioto mientras una geisha te recita algún haiku de Basho. Y aún así resulta mejor darse una ducha bajo alguna cascada cantarina y ser golpeado, tal vez por la misma geisha, con ramas de helecho.

Es el agua que corre y no la estancada la que libera y mejora el humor. Por eso la mar o el riachuelo o un manantial de Buscastell, donde alargas la mano y alcanzas un pomelo rosa que se mezclará divinamente con la vodka. Panta Rei, porque todo fluye y nadie, ni siquiera los omnipresentes fotógrafos que se pierden el momento al tratar de capturarlo, pueden congelar la eterna danza de la voluble realidad.