"El lugar está repleto y los camareros y camareras, todos de la misma familia, se afanan por dar el mejor servicio tanto dentro como fuera de la barra." | Pixabay

Jueves, 20.00 horas. Ibiza, en un bar de esos de toda la vida en los que aún te siguen poniendo una tapa con la caña de cerveza o la copa de vino. El lugar está repleto y los camareros y camareras, todos de la misma familia, se afanan por dar el mejor servicio tanto dentro como fuera de la barra. Lo cierto es que a duras penas lo consiguen y aunque el servicio no es el mejor y tardan más de lo deseado, lo compensan con una sonrisa de complicidad y pequeñas bromas con las que consiguen ganarse al personal recordándole que está en un lugar que, como la pequeña aldea gala de Asterix y Obelix, sigue resistiendo al invasor.

Entre sus parroquianos un público muy diverso. Los hay desde jóvenes que recién han terminado sus estudios hasta algunos más mayores que están cerca de la jubilación, contando ya los días para dejar de acudir a su trabajo cada mañana. Y mucho treintañero, cuarentón o cincuentón, tanto hombre como mujer, que vive en esa edad incalificable que trata de suplir con ropa cómoda e informal, pendientes en las orejas, piercings, crestas o tatuajes pero que sale a la luz cuando se tiene que visitar el baño con más frecuencia de la deseada o llegan los dolores en las rodillas o en los riñones al levantar.

Entre ellos hay también mucho intercambio de mirada, buscando complicidad o una pequeña señal para entablar conversación y quién sabe si finalmente un intercambio de teléfonos para otros días. Y por supuesto pequeños encuentros inocentes que acaben llevando a charlas interminables sobre una y mil cosas. Finalmente, una pareja conoce a una joven casi veinte años menor que les ha pedido tabaco porque la máquina está rota y el camarero va desesperado y un grupo muy amable de chicas llegadas desde Andalucía para trabajar en temporada acaba hablando largo y tendido con dos de esos que se siguen sintiendo jóvenes tanto por dentro como por fuera.

El punto de partida es el tabaco porque uno de ellos lo ha dejado hace tres meses y la otra fuma ese cigarro artificial que sabe a cereza y después llegan los típicos de donde sois, donde vivís y qué hacéis por aquí. Ellos trabajan todo el año en la isla, llevan muchísimos años viviendo aquí y están completamente asentados porque les encanta Ibiza con sus virtudes y defectos. Ella, sin embargo, asegura que viene a hacer la temporada como trabajadora de un conocido restaurante y aunque le gusta la isla se muestra muy negativa con todo lo que ofrece. Critica abiertamente el precio de los alquileres, nada nuevo por otro lado, y asegura que si no fuera porque su jefe tiene acuerdos con pisos no tendría trabajadores y que ella, después de varios años compartiendo, ha decidido irse a vivir sola con todo lo que ello supone. Tampoco le gusta los precios desmesurados que tiene todo comparado con el lugar del que ella procede, el colapso que sufren las infraestructuras cuando llegan los meses principales del verano, el problema que vive la sanidad o cómo se transforma Ibiza en plena temporada. Y por supuesto, critica abiertamente que aunque mucha gente desde fuera le dice que es una afortunada porque vive en un lugar con unas playas preciosas ella no las puede pisar porque suficiente tiene con trabajar tantas horas y porque cuando por fin tiene algo de tiempo libre no hay quien se acerque a ellas. Y finalmente, con tristeza en la cara tras unos preciosos ojos verdes, asume que Ibiza no es el paraíso que venden y que para ella solo es un lugar al que venir, ganar dinero, y salir corriendo.

Ellos la miran y escuchan atentamente porque saben que no es la primera ni la última persona que conocerán durante este verano que opina igual y que les dirá con igual crudeza en lo que se ha convertido Ibiza a pesar de que ellos la siguen queriendo en lo más profundo de su corazón y les gustaría quedarse toda su vida. Se ríen, piden otra caña más mientras cambian de tema porque a nadie le gusta que les digan verdades tan duras a la cara y al rato se dan dos besos y se despiden. Cada uno se irá por su lado, se dirán hasta la próxima y luego a escasos metros, uno de los chicos, al sentarse en su coche y poner rumbo a su casa, no parará de darle vueltas a la conversación mientras piensan que se ha hecho mal en la isla para que tanta gente opine que aquí no merece la pena vivir. Y lo hará con cierto aire de tristeza porque sabe que, de momento, el tema no tiene fácil solución.