El actor Carlos Olalla. | NICOLETA LUPU

Con más de 30 películas a sus espaldas, el actor Carlos Olalla (Barcelona, 1959) es conocido por el gran público por su participación en numerosas series de TV, algunas de ellas de gran éxito en España. Olalla, además, hace teatro y, aunque solo ha hecho una incursión en el mundo de los monólogos, será esto lo que le lleve al escenario de la Sala de Actos del hospital de Can Misses el próximo miércoles. Lo hará acompañado por los actores Iván Gros y Ángel Jodrá, con los que pondrá en escena Sano Humor, tres monólogos con los que pacientes hospitalizados y profesionales del centro hospitalario ibicenco podrán desdramatizar sus situaciones personales porque, como dice Olalla, «el humor, a veces, es más necesario que las propias medicinas».   

—¿Cómo surge la idea de hacer Sano humor?

—A mí me lo plantearon Iván Ros, que estuve dando allí un taller de interpretación, con Quique. Me preguntó que por qué no dábamos una charla de humor en Can Misses. Y es que el humor a veces es más necesario que las propias medicinas. Las medicinas te curan pero, como no estés de buen humor, la recuperación es lenta. Esto no cura pero sí que hace que la recuperación sea más rápida. Reírte, recuperar la sonrisa y la carcajada, y, sobre todo, aprender a reírte de ti mismo es fundamental, la mejor de la terapias.

—Y más en esa situación.

—¡Que no nos oiga el Gobierno, que va a decir que no es terapia! (Risas) La verdad es que la risoterapia se aplica hace tiempo pero ellos dicen que ni el yoga.

—¿Cómo se prepara un monólogo sobre estas cuestiones?

—A mí me dijeron que tema libre y que me enrollara 15 minutos. Yo di una charla en el Instituto de la Mujer hace como ocho o 10 años delante de 200 mujeres. Lo presentó Elena Sánchez, la que fue directora de RTVE hasta la semana pasada. Era una charla de la asociación Ellas y el Abanico, que se centra en la menopausia. La artífice de la asociación no me conocía de nada pero me llamó y me explicó que necesitaban para esta charla un hombre que hablara de la andropausia. No encontraba a ninguno y por eso me llamaba (risas). Decidí lanzarme y fue una charla divertida. Hay desdramatizar eso e, incluso, aprender a encontrarle las cosas buenas a esto de la pitopausia, porque las tiene.

—Cuénteme alguna.

—Pues te libera de ese pequeño gran dictador al que has estado condenado toda tu vida. Te das cuenta de que hay una sexualidad mucho más femenina, más sensual. El hablar y el compartir, indagar a ver qué es lo que le gusta a tu pareja… Hasta que no has tenido el tema de la disfunción eréctil todo era aquí te pillo, aquí te mato. ¡Encima con ese afán competitivo al que nos empujan a los hombres desde pequeñitos! A ver quién la tiene más grandes, cuántos seguidos, cuánto duras… ¡Basta de competiciones, por favor, un poco más de cooperación, seamos mas feministas en la cama!

—Y eso que se ha dado la turra durante años con lo de los preliminares.

—¡Nada! A nosotros todo eso de pre, no. Somos de historia rápida. Y es tremendo. Los preliminares son fundamentales, pero también los post. ¡Son deliciosos! Quedarte allí, jugando, acariciando la piel de tu compañera, hablando, relajaditos. ¡Se está tan bien, por Dios! Antes hacías el esfuerzo sobrehumano de no sé cuántos sin sacarla, porque es así de bestia, y acababas agotado y te dormías (risas).

—¿Va a hablar de esto en Can Misses?

—Sí, de todo esto. Y pienso empezar la charla pidiendo al público que levante la mano quién esté en disfunción eréctil (risas). El primero que la va a levantar soy yo porque yo soy infartado. Esta es la explicación. Yo tuve un infarto con 49 años y te dan una medicación de por vida que son vasodilatadores y pastillas para bajar la presión. Entonces, pones la carretera más ancha y quitas flujo. Se acabó lo que se daba. Pero no has de estar acomplejado por eso. Después, el cardiólogo te dice que puedes tomar Viagra pero eso es una mierda. A mí me dieron en la farmacia un sucedáneo que costaba un huevo. Siete pastillas, 70 euros. Yo pensé que aquello iba a ser maravilloso. Poco menos que le hice un altar. ¡Y no me hizo ni puñetero efecto! Encima, estaba todo el rato pensando en si aquello fallaba o si me pegaba un telele al corazón. ¡Qué muerte más tonta!

—¿Ante qué tipo de enfermedades puede ayudar la risa?

—Yo creo que ante todas. Si no tenemos sentido del humor, aceleraremos el proceso de la enfermedad. Nos irá comiendo poco a poco. Yo me acuerdo siempre de mi hijo pequeño, que ahora va a cumplir 40. Cuando tenía ocho años, nos dijeron que tenía una nefroptisis, que se le iban a secar los riñones y que acabaría en trasplante. Nunca le vi quejarse. Siempre se reía, incluso cuando le dieron la medicina para que no rechazara el riñón que le habían puesto. Con esta medicina bajan las defensas, se le puso cara de luna y le salió pelo por todos los lados. Pues el chaval iba por la calle y sus amigos del cole no le reconocían porque estaba muy hinchado. A mí me dio una lección porque me dijo «jo, papá, qué feo debo estar, no me reconoce ni uno». Y, a pesar de esto, es un tío feliz, que ha sabido sobreponerse a dos trasplantes y hace vida perfectamente normal. Se pasó un año en diálisis, sin riñones, pero nunca ha perdido el humor. Y, una cosa importantísima: como tienes sentido del humor, nunca te haces esa pregunta que te hunde y que es la de por qué a mí. ¡Basta de por qué a mí! No somos el centro de este.

—¿Es con esta enfermedad de su hijo cuando a usted le surge esta faceta cómica?

—Con lo de mi hijo surgió. Pero en 1992 atropellaron a mi mujer en Barcelona en un carril de autobús que habían cambiado de sentido. Estuvo en coma mes y medio. Claro, aquello era tremendo. No sabíamos si sobreviviría o no. Teníamos tres niños, el mayor de 11 años. Yo me pasaba el día con ellos y las noches en el hospital. Allí vi unas muestras de humanidad tremendas. Cuando ella salió del coma, lo que le cambió fue el carácter, aunque de puertas afuera no se notaba nada. Yo, como actor, estoy acostumbrado a ver salidas del coma en las que, de repente, abrimos los ojos y ya estamos plenamente conscientes. Pero no es así. La salida del coma es tremenda. Una mirada de hielo, sin ninguna expresión. Conforme van pasando los días, es una regresión a la infancia. Va recuperando pero hay que ver hasta dónde. Verla a ella, después de aquel drama, que de repente era como una niña. Se reía pero no podía hablar y le dimos una pizarra. Y lo que escribía todo el rato era «puta, puta» (risas). Nos partíamos de risa. Soltaba uno tacos que no veas. Y ahí aprendimos a reírnos de todo esto.

—Es la segunda vez que va a hacer este monólogo. ¿Qué espera?

—Con las mujeres funciona muy bien. Con los hombres, tengo mis dudas. Pero puede ser divertido. Hay que desdramatizar. Si no, nos encerramos en nosotros mismos y la vida es demasiado bella como para perder un solo segundo mirándonos el ombligo. Hay demasiadas cosas que ver y demasiadas cosas que dar. A mí me dijo una mujer una frase que cambió mi vida: «Todo cuanto retuve, lo perdí. Solo me queda lo que di». Y es verdad. Es una filosofía de vida, hay que ir dando. Si piensas en lo que vas a recibir, que normalmente ni siquiera lo recibes, coges un cabreo de bigotes. Hay que cambiar muchos chips. Los hombres tenemos que empezar a ver las cosas desde una mirada de género. Yo he presentado hace poco el libro Tortura blanca de la premio Nobel de la Paz iraní Narges Mohammadi. Son 14 entrevistas que hace ella a mujeres iraníes que están en la cárcel y les pregunta sobre la tortura. Habla de tres tipos de tortura: cuando les detienen, que busca obtener información; la segunda es la de autoinculpación, y la tercera, es la blanca, lo de Guantánamo, la privación sensorial. Te encierran en una sala de cuatro metros cuadrados, con un retrete en medio y una cámara por la que te observan 24 horas al día. De repente te sacan y te llevan ante la única persona que ves durante meses, el interrogador, que ya no quiere ni información ni que te autoinculpes. Quiere destrozar tu personalidad. Leyendo este libro, me di cuenta de que hay género hasta en la tortura. Si tú cierras los ojos y piensas en una imagen de tortura, te viene la imagen de un torturador. A la inversa, como víctimas que sufren la tortura, esas 14 mujeres decían que en Irán están acostumbradas a una sociedad patriarcal en la que padre, marido y hermanos las anulan. La figura del interrogador es la misma con lo que para ellas no es nada nueva. Pero para un hombre, encontrarse a alguien con más poder, les hunde y soportan mucho peor la tortura.

—Volviendo a Ibiza, ¿se plantean que estos monólogos tengan continuidad o es algo excepcional?

—Cuando yo acabé la charla que di en el Instituto de la Mujer, se me acercaron varias a decirme que podía triunfar con este monólogo. La verdad es que no me lo planteo como algo habitual.

—Usted trabajó en banca y en una constructora durante muchos años. ¿Cómo observa la situación actual y problemas tan graves como el de la vivienda?

—Si partimos de la base de que yo son anarquista, entenderemos más bien por dónde van mis soluciones. Yo estoy en contra de la propiedad privada y si, para abolirla, tenemos que ir paso a paso, vayamos paso a paso. Pero, por Dios, que no haya tres millones de pisos vacíos y millones de personas que no tienen casa. Basta de especulación y pongamos a las personas en el centro de las decisiones, no al dinero.

—Para acabar, está con los ensayos de su primera obra teatral como director. ¿Qué nos puede avanzar de este proyecto?

—Estoy perdiendo la virginidad como director de un montaje profesional con dos actores que son Luis Motola y Arantxa de Minguez. Hemos adaptado un texto de unos brasileños que triunfó en Brasil y Argentina. Se llama El submarino y es maravilloso porque habla de los problemas de comunicación de una pareja a lo largo del tiempo. El título es porque uno de los personajes le dice al otro que el matrimonio es como un submarino, puede flotar pero está hecho para hundirse (risas). Es humor inteligente y hace que te sientas identificado con él y con ella. Con mucho sentido del humor, suelta cosas muy necesarias y cumple con el papel del teatro, que tiene que pasar a la cabeza del espectador. Si en un escenario tú tienes a un actor que habla de un caballo blanco, cada uno de los 500 espectadores verá un caballo diferente. Si sacas al caballo, solo verán a ese. Cuando menos das, se recibe más y ese es uno de los milagros del teatro.

—A ver si viene a Ibiza con esta obra.

—¡Ojalá!