Carmen en su pastelería Bon Gust de Vila. | Toni Planells

Carmen Cárcel (Ibiza, 1962) sabe lo que es trabajar desde bien jovencita. Tras comenzar en los primeros chiringuitos de Platja d’en Bossa, su vida laboral ha transcurrido tras el mostrador de una pastelería. De la antigua pastelería San José a la suya propia, Bon Gust, en pleno corazón del barrio de Es Pratet. Barrio en el que se ha implicado de manera activa desde el primer momento.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en pleno corazón de Vila, en la calle Castelar, justo al lado de la fuente que hay en la calle de las farmacias. Entonces se nacía en casa y mi madre, Esperança, que era una valiente, nos tuvo a todos en casa, a mi hermano José Luis, a mí y a mi hermana Margarita. ¡Anda que si lo hubiera tenido que hacer yo!

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre, como muchas de las mujeres entonces, a trabajar en casa e ir a limpiar para sacarse un dinerillo. Mi padre, Ramón, vino desde Valencia. Allí él y sus hermanos se quedaron huérfanos y de muy jóvenes y perdieron cualquier herencia. Su hermana Montiel se hizo monja, su hermano, Fermín se vino a trabajar a Ibiza y él se fue a la Legión para venirse con su hermano cuando terminó su servicio. Fue maître y taxista hasta que tuvo un accidente que le cambió la vida para siempre. Como trabajaba muchas horas en un hotel de Sant Antoni, normalmente se quedaba a dormir allí y, una vez a la semana, bajaba a Vila a ver a su familia. En una de esas ocasiones, bajando por la noche en el coche, no sabemos cómo, acabó accidentado grave en la cuneta. No lo encontraron hasta la mañana siguiente. Ni siquiera nos reconocía. Tardó mucho en recuperarse, aunque nunca lo hizo del todo.

— El accidente de su padre, ¿afectó a la familia?
— Sí, claro. Fue una época dura en casa. Piensa que mi madre tenía tres hijos pequeños y un marido tullido en la cama. Siempre ha sido una de esas mujeres luchadoras que supo pelear duro para llevar adelante a su familia. Entre todos la ayudábamos como podíamos, aunque simplemente fuera estando con él mientras ella trabajaba. Una vez, jugando con una amiga, se nos ocurrió hacernos una casita con unos bloques que había por ahí. Total, que se me cayó rompiéndole un diente a mi amiga y a mí la uña del pie. Total, que sangrábamos y llorábamos del disgusto. Como mi madre no estaba, fui donde estaba mi padre tumbado y le lloré lo que nos había pasado. Lo único que me dijo fue: «Siéntate allí y no te muevas». Él no podía hacer nada, así que me quedé sentada hasta que llegó mi madre.

— ¿Dónde fue al colegio?
— Al principio, mi madre me llevaba a Ca na Cameta. Mi madre nos llevaba a uno en cada mano y otro en brazos hasta allí, delante de Can Botino, cada día. Era una especie de guardería dónde Cameta estaba con nosotros, pero no te creas que nos enseñaba a leer. A leer aprendí en Es Portal Nou. Allí, cuando tenía 13 años, se me acercó una profesora, Doña Rosario, cerca del final de curso y me propuso trabajar ese verano. Yo no me lo esperaba, pero mi gran ilusión era ayudar a mi madre en casa, así que acepté enseguida. El sábado siguiente me enseñó el quiosco en el que estuve trabajando durante tres temporadas. El bar Niña, que era de Doña Rosario y su marido (eran los tíos de Carmen Maura). Estaba en Platja d’en Bossa cuando apenas había quioscos. Estaban el Mejillón, el Cocodrilo, el bar Niña y poco más. Doña Rosario me trató siempre como a una hija, aprendí mucho con ella y le guardo mucho cariño. Si iba a Vila a comprarle unos pantalones (por ejemplo) a su hija, Noemí, compraba otros para mí. Mucho de lo que soy hoy en día se lo debo a ella. Eso sí, nunca llegó a ser profesora mía y nunca sabré el porqué me eligió a mí de entre tantas niñas.

— Entiendo que le gustó ese primer trabajo.
— Sí, iba cantando al trabajo y volvía cantando. Siempre ha sido igual en todos los trabajos. Siempre contenta. Además, ganaba 2.200 pesetas al mes, que eran para casa, claro. Yo tenía clarísimo que, si trabajaba, era para ayudar a mi madre. Yo me apañaba con las propinas, que tampoco estaba mal.

— ¿Por qué lo dejó?
— Porque me salió un trabajo para todo el año. Primero una temporadita en una tiendecita de la avenida España, S’Avenida, y después en la pastelería San José, detrás del Pereyra. Allí ya ganaba 15.000 pesetas, era 1972 y no estaba nada mal. La pastelería ya no era de los Puvil. Era de unos catalanes que, 18 años más tarde, tras abrir otro local en el Mercat Nou, declararon suspensión de pagos y nos echaron a la calle a todos de un día para otro. Me encontré con mi hijo, Carlos, con poco más de un año, la hipoteca y todo lo demás y en la calle.

— ¿Qué hizo entonces?
— Desde entonces estoy aquí. En el Bon Gust, que era de una familia ibicenca de Santa Gertrudis, los de Ca na Marca. Dio la casualidad que, justo el día que nos echaron de la pastelería, estaba con el disgusto contándoselo a un amigo, Andrés (que era pastelero en la Plaza del Parque), estaba enterado de que los de Ca na Marca querían dejar esto. Así que fuimos a hablar con ellos. No te creas que, de primeras, me hizo mucha gracia. Era 1995 y el barrio dejaba mucho que desear. Recuerda que estaba la plaza de toros, totalmente arruinada y llena de gente malviviendo. Aun así, tiré para adelante.

— ¿Le cambió el concepto del barrio con los años?
— Solo te digo una cosa. Cuando me vaya de este barrio, dinero no me llevaré, pero me iré lleno de la estima que tengo y que recibo de este barrio. Amo este barrio. He acabado siendo la presidenta, organizamos unas fiestas impresionantes y hemos trabajado mucho por él.

— Hábleme del barrio de Es Pratet.
— Pues cuando llegué era un poco tercermundista, para qué negarlo. Había muchas carencias, la plaza de toros estaba abandonada y estaba llena de gente haciendo sus trapicheos y día sí, día también había un incendio o un coche de pompas fúnebres llevándose a alguien. También te digo que nunca tuve ningún problema con ninguno de los ‘usuarios’ de la plaza de toros. Si necesitaban algún bocadillo, se lo hacía. Pero nada de caprichos. Harta de la situación, hablé con los vecinos para organizar una reunión y hablar del tema. Nos dejaron una sala del Royal Plaza que se llenó, cuando llegué, no sabíamos quién debía sentarse en la mesa presidencial, y me tocó a mí. ¡Aunque no era presidenta ni nada!. Desde entonces, se puede decir que hemos gestionado el barrio desde la pastelería.

— ¿Hubo un antes y un después de esa reunión?
— Podría decirse que sí. Entonces empezamos a protestar más activamente. Tanto los partidos que gobernaban como los de la oposición nos apoyaron y con el tiempo se fue mejorando todo. La plaza de toros se acabó derruyendo, no por la asociación, fue porque llevaba 25 años así y debían hacerlo. Luchamos también muchísimo por las Feixes. Conseguimos que los propietarios se pusieran de acuerdo tras muchísimos años. Nos costó, pero al final se hizo el párking y se acabó con todo lo que había allí.

— ¿Qué espera de este barrio cara al futuro?
— Solo me quedan dos cosas por hacer en este barrio: una es ver las Feixes, desde Juan XXIII hasta el Puerto, arregladas. Una zona limpia, peatonal y cuidada para la gente, un pulmón para Vila. La otra es más difícil. Llevo toda la vida vendiendo lotería y me gustaría dar el gordo antes de jubilarme.