Maria Tur. | Toni Planells

Maria Tur (Santa Gertrudis, 1934) pertenece a una generación para la que aprender a leer o escribir fue un lujo que no todos pudieron permitirse. Mucho menos las niñas. Testigo y protagonista de una época en la que los mayorales trabajaban, cuidaban y habitaban las fincas y casas de los señores a cambio de parte de las cosechas y los beneficios que recolectaban. Una mujer payesa y trabajadora que también se supo adaptar a la llegada del turismo, trabajando en un hotel, como camarera de piso, en su última etapa laboral.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Santa Gertrudis, en Can Lluçià, que era la casa de mi padre, Toni. Mi madre, Agnesa de Can Guillem, era de Corona. Se dedicaron al campo toda la vida. Estaban en una finca muy grande donde sembraban patatas, cebada, trigo, habas… de todo. Yo era la pequeña de cuatro hermanos, un hombre y tres hermanas.

— Imagino que, desde pequeña, le tocaría trabajar como el que más.
— No te creas. Mientras fui niña no me tocó trabajar nunca. Como yo era la más pequeña de todos, era la ‘malcriada’ (ríe).

— ¿Iba al colegio?
— No. Por entonces apenas había maestros ni colegios, además, estaban muy lejos. De mi generación, prácticamente solo iban los chicos al colegio. Se decía que a las mujeres no les hacía falta ni leer ni escribir. Los hombres, por lo menos, iban a casa de algún vecino que fuera maestro o que les pudiera enseñar a leer y a escribir.

— ¿Le hubiera gustado ir al colegio?
— ¡Por supuesto!. Me quedé sin poder aprender a leer ni escribir, y así no se puede ir a ningún lado. Sin embargo me he sabido espabilar y apañarme para las cuatro cosas que me han hecho falta. Por ejemplo en el banco, donde pude firmar siempre con mi huella dactilar hasta que me dijeron que eso ya no valía y que debía hacer mi propia firma. Desde entonces hago siempre un garabato, que me sale siempre más o menos igual desde mi cabeza.

— ¿Cuándo comenzó a trabajar?
— A los 16 años, cuando me mudé a Ca na Pujoleta, la casa donde vivían quienes serían mis suegros, Antonia y Toni, y mis siete cuñados. Estuvieron durante muchísimos años en esa finca. Allí comencé a trabajar en el campo con ellos, que eran los mayorales. Era una finca muy grande, de Can Abel, y allí no faltaba de nada. Nuestros ‘jefes’ eran Abel y su mujer, Dolores de Can Solaies.


— ¿Cómo eran los tratos entre los mayorales y los trabajadores?
— La finca y la casa eran de los de Can Abel, pero los mayorales eran quienes trabajaban la tierra. Cada semana se hacía un buen sanalló con todo tipo de productos que se habían recolectado en la finca (huevos, leche, queso, todo tipo de verdura…) y se le llevaba a su casa, en Vila. Si se mataba un animal o se vendía, se le daba un porcentaje. Generalmente, mi marido iba los sábados en su Mobilette y se lo llevaba directamente a su casa. Aunque fuéramos mayorales nos sentíamos como en casa. Además, eran tierras la mar de buenas.

— ¿Hasta cuándo estuvieron en Ca na Pujoleta?
— No sabría decirte cuando, pero sí que ya habían nacido mis dos primeros hijos, Antonia, la mayor, y Toni, que tiene más de 60 años. La pequeña, Inés, ya nació en Vila. Mi marido, Toni d’en Lluc, los niños y yo nos independizamos de casa de los suegros cuando Matutes nos ofreció ir a trabajar, también como mayorales, a la finca y vivir en la casa de Can Misses, que también es suya. La que estaba donde ahora están los Multicines, no la que hay en el hospital (esa se llama d’es Porxet). Recuerdo que, para poder tener ayuda, una vez que se había recogido y vendido todo, las piezas más feas que quedaban se las vendía mucho más baratas a las gitanas. Con lo que sacaba de eso, le pagaba a una amiga y vecina, Catalina de Can Senyora, para que me echara una mano. Cuando llegaban los cuñados por la noche con las furgonetas, ya se lo encontraban todo recogido. La de Can Misses era una de las mejores tierras de Ibiza.

— ¿Vivió y trabajó mucho tiempo en Can Misses?
— Estuvimos trabajando allí hasta que, cuando tendría unos 50 años, empecé a estar un poco mala. Por circunstancias de la vida, nos compramos un piso en Vila y me puse a trabajar en un hotel como camarera de pisos. En el que entonces se llamaba Tur Palace y que ahora se llama Santos. Mi marido empezó a trabajar entonces en Can Xiquet Pep, unos mayoristas que vendían harina y cosas de estas al lado del Puerto. Allí trabajó hasta que se cerró cuando los dueños se jubilaron. Desde entonces estuvo en el paro hasta que falleció a los 70 años.

— ¿Cómo fue el cambio del trabajo en el campo al del hotel?
— Fue un trabajo que me gustó mucho. De hecho, mi hija, Inés, trabajó conmigo y todavía sigue allí. Me hice amiga de los ingleses enseguida. Cuando volvían, al año siguiente, ¡me traían regalos y todo!. Además nos daban unas propinas muy generosas, que en aquellos años 1.000 pesetas era mucho dinero. El hotel es de unos familiares nuestros, Toni d’es Fontasser y Cati d’en Serreta (sobrina de mi marido). Me dijo que si quería trabajar con ellos cuando todavía lo estaban construyendo. Estaban construyendo las paredes y empotrando unas cocinas, me ofreció limpiar esa zona, les dije que sí y estuve allí hasta que me jubilé. La verdad es que me fue muy bien. Gracias a eso, ahora puedo estar cobrando una jubilación digna, ¡que si no!. Hasta entonces solo había cotizado los bonos agrícolas, pero eso no daba para mucho, así que ni me lo pensé cuando me lo ofrecieron.