Susana Marí Juan. | Toni Planells

Susana Marí (Eivissa, 1973) regenta la tienda que fundó su abuelo hace 75 años. Una tienda, Can Busquets, que vive su última temporada tras haber visto crecer a varias generaciones de la Villa del Río.

— ¿De dónde es usted?
— De Santa Eulària, de Can Busquets. Mi madre era Maria, que antes de ser de Can Busquets, era de Can Marge, cerca de Cala Llonga. Mi padre era Vicent d’en Busquets. Vivimos siempre en Santa Eulària toda mi familia, con mi hermana Nieves.

— ¿A qué se dedicaban en su casa?
— Siempre se dedicaron a la tienda, Can Busquets. La tienda la puso en marcha mi abuelo, Xicu d’en Busquets, en 1948, en el mismo local que gestiono yo a día de hoy. Era una tienda de las de antes donde se vendía de todo a granel, ¡incluso petróleo!, y con su barra donde se despachaba bebida, era tienda y bar, como casi todas entonces.

— ¿Qué llevó a su abuelo a abrir la tienda?
— Mi abuelo siempre fue un hombre muy emprendedor. Antes de abrir la tienda había sido maestro de autoescuela. De hecho, fue uno de los fundadores de la que creo que fue la primera autoescuela de Ibiza: Autoescuela Ibiza. Además fue el conductor del primer autobús que hubo entre Santa Eulària y Vila, ‘es camión’, tal como lo llamaban. Era un hombre muy divertido y fiestero. Por ejemplo, cuando estrenaron ‘El último couplé’, de Sara Montiel, cuentan que se dedicó a ir con sus amigos puerta por puerta con una mesa a pedir algo de comida para organizar una merienda cuando terminara la película. Fue tal éxito que repitieron la experiencia durante varios años. Entonces, los vecinos eran todos más que amigos. La gente de esa generación pasó muchas cosas juntos, entre guerras, hambre y penurias.

— Su padre, ¿mantuvo la tienda de la misma manera que su abuelo?
— Mi padre nació aquí y trabajó mucho en la tienda junto a mi abuelo y mi abuela Pepa. Era hijo único, cosa rara en aquellos años, igual que mi madre. Pero no. No mantuvo la tienda. Con la llegada del turismo la convirtió en un souvenir a principios de los 70. Vendía abanicos, postales, casetes de Manolo Escobar y cosas de esas. Desde bien pequeña, recuerdo que me encaramaba a una silla para envolver paquetes y, con lo que me daban, iba a comprarme helados a Can Mayans. Había muchos niños y niñas de mi edad en el pueblo, Eva e Inma de Ca na Ribes, los de Can Mayans, que eran muchos… Nos juntábamos todos a jugar sin necesidad de quedar. A la hora del almuerzo aquí, a la de la merienda allá. Hacíamos tenderetes en la acera, nos disfrazábamos con los vestidos, todos muy coloridos, de mi abuela. La verdad es que nos lo pasábamos muy bien.

— ¿Dónde iba al colegio?
— A Sant Ciriac, aquí, en Santa Eulària. Después hice Administración en FP, pero no me gustó nada. Después fui a la Escola d’Arts, eso sí que me gustó, allí estudié moda y ahora hago algún arreglo, aunque no coso y diseño de manera constante. Eso sí, he llegado a vender vestidos que he hecho yo misma, pero no se puede estar en todos lados a la vez y el precio que debería ponerles, no compensa. Además, ahora estoy aprendiendo a hacer ropa payesa.

— ¿Por eso pasó de vender souvenirs a vender ropa?
— Ahora que lo dices, te reconozco que sí. Aunque fue algo progresivo. Desde que mi padre lo dejó para dedicarse a llevar barcas de recreo, mi madre y yo asumimos la tienda. Aunque trabajé en otros lados, siempre estuve implicada, así que, cuando vi a mi madre que estaba más cansada, me impliqué del todo y acabé buscando ropa para la tienda. También tuvimos, al lado, un espacio en el que vendía mis cuadros. No te lo he dicho pero mi padre pintaba (aunque los regalaba más que venderlos) y yo también. Llegamos a abrir otra tienda más, pero la dejamos después de casarme con Pere, de Can Parent, cuando tuve a mis hijos, Carla y Lluc. No podía con todo.

— Desde su experiencia, ¿ha visto cambiar mucho el turismo de Santa Eularia?
— Claro que ha cambiado, evidentemente. Las generaciones de ahora no hacen lo mismo que las anteriores y es normal. Antes, los turistas venían cada año, siempre iban al mismo hotel y a los mismos sitios. Los conocía prácticamente todo el pueblo y había un vínculo. A mi padre le mandaban felicitaciones por Navidad y, cuando llegaban, incluso nos traían regalos. Una de ellas, que me vio embarazada un verano, tejió una mantilla durante el invierno para regalármela al verano siguiente. Eso ya no pasa. Aparte de que se ha hecho mayor, la verdad es que hemos echado a este tipo de turismo con los hoteles de cinco estrellas que este tipo de gente no se puede permitir. Kenny y Wendy, por ejemplo, ya no han vuelto más.

— Me ha dicho que vendía sus cuadros y que su padre también pintaba, ¿es que también son una familia de artistas?
— (Ríe) Es que mi padre era un hombre muy inquieto y autodidacta. Aparte de pintar por afición, también tocaba la guitarra. Tenía una banda de música y todo, Es Esglais. ¡Vamos, que tendría a las turistas más que encantadas! (ríe). Lo de pintar sí, pero lo de la música no lo he heredado, quien toca en casa es mi marido, que es batería y había tocado con Alfredo y compañía en Pota Lait.

— El local de su tienda, ¿es de su familia?
— No. Al parecer, el local había sido un cuartel y no sabría decirte si ya era suyo o lo compró después, pero la cuestión es que mi abuelo se lo alquiló a una señora francesa que había venido de Argelia. Continúa perteneciendo a la misma familia, yo siempre se lo alquilé al hijo de esta mujer, que murió hace poco. Mi familia siempre se lo ha alquilado a la suya, durante tres generaciones, pero ya se nos acaba el contrato este año, 75 años después, y cerraremos a final de temporada.

— ¿Le da pena?
— Un poco sí, la verdad, pero creo que ya ha llegado el momento. Ya me he hecho a la idea y lo que estoy es agradecida por haber podido estar aquí todos estos años. Ahora a otra cosa, sin nostalgias. Eso sí, lo vamos a celebrar con una buena fiesta, como mínimo.