Toni Domínguez ayer en una calle de Vila. | Toni Planells

Toni Domínguez (Dalt Vila, 1954) creció en Dalt Vila rodeado de ampliadoras, líquidos reveladores y fijadores característicos del oficio de fotógrafo que ejercía su padre. Aunque su vida laboral comenzó con un breve paso por la hostelería, el mundo de la consigna marítima supuso su oficio hasta su jubilación.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Dalt Vila, en lo que entonces se llamaba avenida General Franco y hoy se conoce como Sa Carrossa. Yo soy el mayor de los tres hijos que tuvieron en Can Domínguez, mis hermanos son Marisa y José Vicente. Mis padres, Vicente y Maria.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era uno de los únicos fotógrafos de esa época. No habría más de tres o cuatro en toda la isla. Sin embargo, nunca se le ha llegado a reconocer como se merece. Más que nada hacía reportajes de bodas, bautizos y esas cosas.

—¿Se dedicó usted a la fotografía como su padre?
—Alguna cosa llegué a hacer, pero no profesionalmente. Siempre de manera personal. Tenía mi cámara de fotos y revelaba las fotos en el laboratorio de mi padre y hacía alguna ampliación. Estuve echándole una mano durante un tiempo, no más de un año, en el laboratorio, pasando las fotos por la esmaltadora y cosas por el estilo. La fotografía ha cambiado una barbaridad desde entonces, el oficio no tiene nada que ver. Estoy seguro de que si mi padre levantara la cabeza y viera lo que hay ahora, volvería a esconderla enseguida (ríe).

—¿Dónde fue al colegio?
—Fui con Joan d’es Sereno para hacer la preparatoria para entrar al instituto. Cuando, por lo que fuera, él no podía venir, se encargaban sus hijos, Ricardo, Juan José o Alicia, de darnos las clases. Tendría que haber ido a Santa María, pero el cura Prats, que era amigo de la familia, les propuso a los de casa que fuera al Seminario, que es donde hice el bachillerato (sin intención de hacerme cura). Cada domingo nos hacían poner un ‘roquet’, una especie de sotana que llevaban los monaguillos, e ir a cantar a la misa de la Catedral. También nos hacían poner una sotana y la beca que llevaban los seminaristas para ir a la misa de Jesús. Íbamos todos en fila, caminando, como si fuéramos militares, comiéndonos todo el polvo del camino. Seríamos más de 30 chavales. La mayoría, como eran de pueblos que estaban lejos, estaban internos en el Seminario. Yo, como vivía al lado, me iba a dormir a casa.

—Los profesores, ¿eran muy duros?
—Bastante. A Joan d’es Sereno, hoy en día, lo hubieran encerrado y todo. No veas cómo nos daba en la mano con la regla de madera. Pero por nuestra culpa, es que éramos terribles. Tenía una moto, una Roa que hacía mucho ruido, y cada vez que la escuchábamos nos moderábamos enseguida. Como no había manera de que me aprendiera la tabla de multiplicar, una vez me hizo quedar en clase hasta que me la aprendiera mientras daba clases de repaso. Al cabo de un buen rato, me la volvió a preguntar y ‘Piset’ (el dentista) me chivó todas las respuestas. Apuntaba las respuestas en la libreta y me la enseñaba por detrás de Don Joan. Menos mal, de otra manera todavía seguiría allí (ríe).

—Al terminar en el Seminario, ¿siguió estudiando?
—No. Cuando terminé me puse a trabajar. El primer año con mi padre y la fotografía. Al año siguiente abrieron el hotel El Corso y empecé a trabajar allí. Aparte Jaume Manyà, el primer maitre (que es el que me metió allí a trabajar), yo era el único ibicenco de la plantilla, y es que decían que los ibicencos no sabíamos caminar deprisa, solo sabíamos correr (ríe). Se trabaja mucho, pero también es verdad que se ganaba mucho dinero. Podía ganar hasta 4.000 pesetas de la época al mes.

—¿Trabajó mucho tiempo en el hotel?
—No, solo una temporada. Después me fui a trabajar para Pedro Matutes Noguera, lo que vendría a ser Trasmediterránea, donde ganaba incluso más que en el hotel. Allí es donde más dinero he ganado en mi vida, el sueldo ya era más alto que en el hotel, pero se ganaba todavía más a base de horas extra. Eso sí, comenzábamos a las ocho de la mañana y no salíamos hasta las 11 de la noche. Piensa que no había ordenadores y había que apuntar toda la lista de pasajeros y todos los vehículos con la máquina de escribir.

—Me habla de una época en la que se trabajaba duro, pero compensaba económicamente.
—Así es. Para que te hagas una idea, en aquella época estaba a punto de casarme con Maria (†), con quien tuve a mis hijos, dos tipos impresionantes: Toni (que tiene a mis nietos Martí y María) y Carlos (que tiene a Mateu y otro en camino). Yo le había echado el ojo a un piso que estaban construyendo en Ciudad Jardín. Me apunté y todo para quedármelo, pero a mi suegra le parecía que estaba muy lejos y me acabé comprando el piso en la calle Aragón. La verdad es que, en el momento, no supe darme cuenta de que podría haberme comprado los dos sin problema. Hoy en día esto es totalmente impensable.

—¿Estuvo mucho tiempo en Trasmediterránea?
—Sí, bastante. Más de 30 años. Entré como auxiliar administrativo y fui ascendiendo a oficial, después a jefe de negociado, jefe de sección hasta llegar a jefe de pasajes, que era todo un cargo. Al llevarse la central de Trasmediterránea de Ibiza, me echaron para pasar a trabajar en el consignatario que contrataron, Trascoma, en el mismo puesto y con el mismo sueldo. No tardaron en pensar que ganaba demasiado dinero y me echaron de la noche a la mañana. A los 10 días tenían a otro ganando menos de la mitad de lo que me pagaban a mí por hacer lo mismo.

—¿A qué se dedicó entonces?
—Al día siguiente de que me echaran me fui a Palma a ver el gran premio de trotones. En el mismo barco se me acercó alguien que se había enterado de que ya no trabajaba y me ofreció dirigir una agencia de transportes, Decotransit. Lo que pasa es que el dueño resultó ser un bandido que, poco después de marcharme, desapareció con el dinero dejando a todo el mundo colgado. De allí me fui a Formentera Cargo, donde estuve hasta que me jubilé.

—¿Es aficionado a los trotones?
—Sí. Siempre me ha gustado ir a las carreras y hacer alguna apuesta. Pero el mundo de los trotones ha perdido todo el encanto que tenía. Hace años que no voy. Empecé a ir con mi abuelo, Pep Cametes, a Can Bufí, allí hacían carreras de caballos y también de galgos. Después íbamos a Sant Jordi.

—Su abuelo, ¿era ‘caballista’?
—No. También era aficionado.Él era el mayoral de la finca de Sa Real, que era del obispado. Lo que después fue Juan XXIII. Se suponía que eso debía ser un asilo para mayores, pero el obispado lo acabó haciendo en Cas Serres (la residencia Reina Sofía). Mi abuelo vivía en una casa en la misma finca de Sa Real. Cada lunes llenaba un par de ‘sanallons’ de verduras y los llevaba al convento de Ses Monjes Tancades y al obispado. En tiempos de matanzas, cargaba uno de los dos cerdos que tenía en la finca en el ‘carro de varanes’ y lo llevaba hasta el obispado. Allí mismo, junto a mi padre y mis tíos, hacían la matanza. Cada domingo íbamos a comer a su casa. Yo solo era un niño cuando mi abuelo venía en bicicleta hasta el bar Can Pou. Desayunábamos un café con leche y una ensaimada y, después, nos íbamos a comprar un par de centollos al mercado. De allí íbamos a su casa, yo subido a la caña de la bicicleta, a preparar la paella con las ‘pegellides’ y cangrejos que mi padre y mis tíos se habían encargado de recoger antes. El vermut que hacíamos entonces consistía en un ‘suisser’, que era se hacía con una cuarta parte de absenta y tres cuartos de sirope de limón. A los niños nos ponían un culín de vaso que rellenaban con agua. Entonces, a los niños que no comíamos, nos daban kina para que comiéramos. Hoy te meterían en la cárcel (ríe). Me acuerdo perfectamente de la publicidad que se hacía entonces el la televisión, con un dibujo animado de ‘Kinito’ que decía: ‘Kina San Clemente, y da ganas de comerrrrrrr….’

(mira el anuncio de Kinito aquí)