Loli Aragón Morán.

Loli Aragón (Dalt Vila,1954) ha pasado prácticamente toda su vida involucrada en obras sociales. Sobre todo desde la Cruz Roja, en la que se implicó desde muy pequeña de la mano de su madrina María Riquer.

¿Dónde nació usted?
—Nací en Dalt Vila, en la misma casa en la que se escondió Alberti durante La Guerra, en Obispo Torres número siete. Yo soy la mayor de cuatro hermanos; Pepín Florinda y Leoncio son mis hermanos pequeños.

¿De dónde es su familia?
—Mis abuelos maternos José y Flora eran de León. Emigraron a Cuba con la hermana de mi abuela, Evangelina. Mi tía Evangelina se enamoró allí de Vicent, un ibicenco que tenía unos terrenos en Sant Josep, y que también había emigrado a Cuba. Así que cuando estalló allí la guerra, les propusieron a mis abuelos venir con ellos a Ibiza desde Cuba. Llegaron aquí cuando mi madre tendría unos nueve años y acabaron montando una cantina justo al lado de la Catedral, enfrente del cuartel militar, en Obispo Torres número dos. Con los años, llegó mi padre Manolo desde Granada para hacer la mili y se acabó enamorando de la cantinera, mi madre. No tardaron más que unos meses antes de casarse.

Su madre viviría un gran cambio trasladándose desde Cuba a la Ibiza de esos años.
—Así es. Cuba era mucho más moderna que España. ¡La llegaron a denunciar por llevar pantalones cortos! Fueron unas vecinas que fueron a quejarse al obispado, pero es que, tal como decía ella, en Cuba iban todas con pantalón corto y, además, era más cómodo para ir en bicicleta (ríe).

¿Qué recuerdos guarda de su infancia?
—Que las niñas eran muy repipis para lo ‘revolucionaria’ que era yo y, por eso, yo quería ser un niño (ríe). Jugaba siempre con ellos más que con ellas. Jugábamos a las canicas, a tirarles piedras con tirachinas a los niños de Sa Penya… (ríe). También era un poco cabrona y hacía alguna putada. Una vez coloqué unas piedras en la rama de un árbol para que le cayeran encima a una vecina muy repipi que tenía, pero, al comprobar que estaba todo preparado, moví un poco la rama y me acabaron cayendo todas las piedras a mí (ríe). Era una Ibiza muy distinta: con cinco duros llevaba al cine a mis hermanos y nos llegaba para comprar palomitas. En realidad acaba llevando al cine a toda la ‘boixereia’ de Dalt Vila los domingos. Por la mañana a misa y por la tarde al Cine Católico.

Tiene pinta de haber sido una niña bastante revoltosa.
—¡Vaya si lo era! En varias ocasiones intenté vender a mi hermano pequeño por 50 céntimos a la vecina de arriba, pero es que siempre estaba llorando (ríe). Con eso de que quería ser un niño, a la hora de hacer la Comunión, me encapriché por hacerla vestida de marinero. No lo conseguí, claro, pero dos días antes de la Comunión me fui a la peluquería y me corté la melena que llevaba para dejarme el pelo como un niño. Me lo arreglaron como pudieron. Tras la Comunión se hacía una procesión y, como yo no quería ir, aproveché que había llovido un poco y me fui a Es Rastrillo a sentarme con el vestido puesto para ensuciármelo. Iba al colegio de San Vicente y solíamos ir a Es Cubells a hacer ejercicios espirituales. Era la época en la que hacían en la tele la serie El Santo y me las apañé para hacer una cuerda atando sábanas para salir por la ventana e irnos todas a la sala de la biblioteca, que tenía tele, a ver El Santo. ¡No veas el susto que nos dieron las monjas cuando nos pillaron! Aparecieron de la oscuridad con la ropa blanca que llevan para dormir (ríe). Siempre la estaba liando con mi amiga Tere, ‘Zipi y Zape’ nos llamaban.

Estudió en las monjas de Sant Vicent. Al terminar allí, ¿siguió estudiando?
—Estuve allí hasta los 16 años. Allí mismo aprendí contabilidad y, cuando terminé, empecé a trabajar en los laboratorios de la farmacia de Marí. Me llegué a plantear salir fuera a estudiar, pero me enamoré y me quité esa idea de la cabeza.

¿De quién se enamoró?
—De Toni ‘Platé’. Jugaba a fútbol con el Ràpid y era muy guapo y popular. A mí me caía fatal, me parecía muy creído. La primera vez que hablé con él fue cuando su prima, que era mi amiga, me retó a decirle de salir a bailar. Me dijo que él me diría que no, pero me dijo que sí y fui yo la que se echó atrás (ríe). No lo vi más hasta que tuve 16 años, cuando me tocó hacerle de celestina a una amiga para que le conociera, pero me lo acabé quedando para mí (ríe). Salimos durante seis años antes de casarnos. Tuvimos a nuestro hijo Paco, que tiene a mi nieta Arlette. Paco falleció muy pronto, con 45 años.

¿Dejó de trabajar al casarse?
—Lo dejé una temporada, hasta poco después de tener al niño. Cuando murió su padre, pillé una depresión muy grande y los médicos me aconsejaron trabajar en lo que fuera. Así que me puse a trabajar, tanto como de camarera de piso como en lavandería, en las empresas Matutes. Estuve allí hasta hace tres años, que fue cuando me jubilé.

¿A qué se dedica desde entonces?
—Al voluntariado. En realidad es a lo que me he dedicado siempre. Desde pequeña, y es que mi madrina, Maria Riquer, era la jefa de Falange en Ibiza. Y desde pequeña siempre me llevaba a la Cruz Roja a hacer servicios sociales… Solíamos ir también al Pereira. Allí, en la parte de abajo, iban todos los señores ricos de Ibiza a jugar a cartas cuando era ilegal. Mi madrina me mandaba con la hucha a pedirles un billete a cada uno de ellos a medida que iban llegando y no había ninguno que no lo soltara. ¡Menuda bronca le hubiera caído al que no me lo diera! (Ríe). Desde entonces he estado siempre involucrada en obras sociales, sobre todo con la Cruz Roja, llevando las huchas cada verano a los hoteles. Iba en Navidad a repartir comida entre los más necesitados… Ahora estoy más involucrada con la gente mayor, algo que me sigue dando satisfacciones: hace poco una señora de más de 90 años me reconoció como ‘la hija de Amalia’ por mi voz. Me emocionó. También colaboro en otras organizaciones, como la del Alzheimer o la del Cáncer… Estoy disponible para quien me llame.

¿Qué relación tenían con la familia Riquer para que María fuera su madrina?
—Obviamente, ninguna de tipo familiar. Resulta que mi abuela era la cocinera de María, que no tenía hijos, y, al enterarse de que mi madre estaba embarazada, le dijo la ilusión que le hacía ser mi madrina. Así fue. Además, como no tenía familia aquí, el padrino de bodas de mi padre fue su teniente coronel. Y es que mi padre era su asistente personal mientras hacía la mili y él mismo se ofreció.