Ramón Cortés en Vila tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Ramon Cortés (Pozo Alcón, Jaén, 1957) llegó a Ibiza cuando no era más que un niño. Ha vivido en sa Penya toda su vida, donde sigue residiendo junto a Elia, su madre. Desde allí ha sido, más que testigo, protagonista de la llegada de las drogas a este barrio ibicenco.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Pozo Alcón, Jaén. Yo soy el mayor y el que menos vergüenza tiene (ríe) de los siete hijos que tuvieron Ricardo y Elia.

—¿Creció en Pozo Alcón?
—No. Yo crecí en Ibiza. Dos de mis hermanos, Ricardo, que en paz descanse, y Amparo, nacieron aquí. Los demás nacieron en Baza. No tengo recuerdos de Pozo Alcón ni de Baza. Mi padre era albañil y vino a Ibiza a trabajar. Aquí estuvo en obras como la del aeropuerto o en empresas como la de Vicente Bernat. Me llevaron aquí cuando todavía iba en pañales. Aunque todavía no existían los pañales, a nosotros nos ponían gasitas.

—¿Qué recuerdos conserva de su infancia en Ibiza?
—Recuerdo que los primeros años vivíamos en Dalt Vila, en la calle San Benito. De allí nos fuimos a vivir a sa Penya, a una casita que consiguieron comprarse mis padres y que seguimos manteniendo. Sigo viviendo allí con mi madre, que ya tiene 88 años, y allí espero morirme, por mucho dinero que nos ofrezcan por la casa. He vivido en sa Penya toda la vida y no me quiero marchar. Todos mis recuerdos son desde allí. Cuando era un chaval nos íbamos a bañar siempre a la playa de sa Penya por unas escalerillas por las que bajabas con una cuerda. Allí me llevaba a las extranjeras a nadar (ríe). Eso era el paraíso y nos lo han quitado. Espero que el día de mañana se pueda recuperar ese rincón.

—¿Iba usted al colegio?
—Sí. Iba al colegio con don Ernesto, que daba clases en un piso del Pereyra. Le guardo mucho cariño, pero la verdad es que era muy duro. Siempre me pegaba o me castigaba de rodillas, sujetando dos libros con los brazos en cruz y sujetando una moneda de una peseta con la nariz contra la pared, mientras mis compañeros salían a jugar al parque de las palomas. Yo lo aguantaba porque veía que don Ernesto era un hombre que me quería enseñar. Es una de las personas que más he apreciado en mi vida. Cuando se marchó me quedé perdido. Dejé la carpeta en la clase y ya no volví al colegio.

—¿No siguió estudiando cuando se marchó don Ernesto?
—No. Si me hubiera ido con las monjas, me las hubiera cargado a todas (ríe). Así que me puse a trabajar en la cocina de ‘Los Pasajeros’ con Vicente sin un día de descanso. Tenía la sensación de que me explotaba, si ganaba dinero era más por las propinas que por lo que me pagaba. Sin embargo, estuve allí bastante tiempo, unos siete u ocho años, trabajando junto a Marga, su mujer, su suegra y su hermana. Lo único que hacía él era ir a por el dinero, contarlo y marcharse con él para jugar al ‘munti’.

—¿Qué hizo al dejar el restaurante?
—Me refugié en lo que más me gusta en la vida: los animales. Me refugié en los caballos, los compraba, los entrenaba y los vendía. A raíz de eso, conocí a un hombre que le gustaba la doma y he trabajado con él, en el rancho del Olivo, en Sant Rafel, durante bastante tiempo. Siempre he domado caballos muy nobles.

—¿Vivía de la doma de caballos?
—Sinceramente: trabajando uno no se hace rico y la verdad es que también he hecho ‘mis cositas’.

—¿A qué se refiere con ‘mis cositas’?
—A que si he tenido la oportunidad de comprar 50 gramos de ‘coca’ para venderlos después, la he aprovechado. Cuando estás casado y tienes niños, te tienes que buscar la vida. Cuando tenía 15 años me casé con Andrea y enseguida tuvimos a Ramón y a Víctor. Después me casé con Carmen y tuve a Amparo y, a los 20 años, me volví a casar, esta vez con Gema, con la que tuve a Ricardo, Jenny y Gema. Viviendo en sa Penya, esa era la manera de tener dinero y podernos comprar cosas. Tuvimos ese momento, pero ya lo hemos dejado.

—¿Vio de cerca la llegada de la heroína a Ibiza?
—(Tuerce el gesto y hace una larga pausa reflexiva) Hablando en plata: yo fui primer camello de sa Penya. El segundo fue mi tío Sebastián, ‘El Cojo’. Vendíamos las papelinas de ‘coca’ o de ‘caballo’ a 2.500 pesetas. La época del ‘caballo’ fue muy dura. La mayoría de mis amigos de la infancia ya no están. Solo quedamos Morales y yo. Y es que si vendías una droga normal y en condiciones, no pasaba nada, pero cuando traían esas ‘bombas’ de fuera se cargaban a media Ibiza. Una vez vinieron siete gitanos de fuera que quisieron matarme. Primero pegaron a mi mujer y me esperaron delante del (bar) Mariano. Yo me dirigí al padre de ellos, se creían que yo había apuñalado a un familiar suyo, aún así empezaron a pegarme hasta dejarme sin dientes delante de mi hijo, que no tenía ni siete meses. Menos mal que se lo llevó Margarita, de Los Pasajeros. Al final, acabaron reconociendo que yo no había apuñalado a nadie. Quien no se lo creyó fue el juez, que me acabó metiendo nueve meses en el talego. La verdad es que también la he liado gorda alguna vez: una vez vinieron otros gitanos a por mi padre, cargué la escopeta y me acabé liando a tiros hasta con la Guardia Civil. Doy gracias por no haber matado a nadie.

—¿Sa Penya es un lugar peligroso?
—¡No! Para nada. Todo lo contrario. Sa Penya es un lugar en el que, si te veo huyendo de la policía, te abro la puerta de mi casa para que te refugies. Somos gente muy buena. Lo que pasa es que no nos tratan bien, se hacen muchas injusticias con la gente de sa Penya, ya sean gitanos, payos, árabes o lo que sea.

—¿Cómo llegó la droga a Ibiza?
—La droga llegó a Ibiza como llegan todas las cosas: en barco, en patera o en avión. Eso sí, siempre porque lo permiten ‘ellos’. Y es que el tráfico de drogas no hay quien lo pare. En Ibiza hay mucha corrupción. Aquí pillan al desgraciado más grande del mundo, se lo llevan al juzgado y le acaban pidiendo 12.000 euros para soltarle. Está claro que he hecho las cosas mal, pero no me explico que no vayan a por los peces más gordos.

—Nos ha hablado de que perdió a gente por culpa de la heroína, ¿se ha arrepentido alguna vez de haberla vendido?
—Delante de Dios digo que lo único que pido en esta vida es que se acabe la droga que hay en sa Penya. (Se emociona) He perdido a todos los amigos de mi infancia. Hasta a mi hermano Ricardo con solo 25 años. Una vez, cuando salí de la cárcel, me encontré a mi mujer enganchada y a mis hijos desatendidos… Toda la mierda de sa Penya se tiene que terminar. Yo también estuve enganchado. A la ‘coca’, al ‘caballo’, a las pastillas… Eso sí, soy ‘virgen’ de las venas. Nunca me he pinchado nada. El ‘caballo’ me lo tomaba en el bocadillo: lo abría, echaba aceite y después, como si fuera la sal, le echaba el ‘caballo’. Cuando el médico me daba ‘trankimazines’, hacía lo mismo: ponía unos cuantos en el bocadillo. Ahora hace nueve años que no tomo nada. Lo dejé en la cárcel por mis hijos. No quise ni metadona, pasé el mono a base de duchas frías, no os imagináis lo que pasé. Yo no deseo la cárcel a nadie, pero a mí me fue bien. Allí me metí en la cocina y empecé a ver lo bueno de la vida. Gracias a la maestra, a la psicóloga, al director y al jefe del servicio aprendí a valorar lo bueno y lo malo. Le acabé dando las gracias a mi privación de libertad.