Pepita Costa en Can Ventosa tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pepita Costa Juan (la Marina, 1944) creció en la Marina de principios de la segunda mitad del siglo XX. Hija de un marinero que renunció a la mar por amor y de una formenterense fuerte y trabajadora, dedicó sus primeros esfuerzos laborales como cuidadora de niños desde bien joven. Un oficio que la llevó a Mallorca y que dejó a su vuelta a Ibiza, donde se convirtió en peluquera antes de casarse.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en la calle Sant Elm, en la Marina. Nuestra casa estaba tan pegada a la iglesia que compartíamos una pared y, cuando los monaguillos hacían algún agujero, llegaban debajo de nuestra mesita de noche. Mi padre, Xicu ‘Coves’, iba para soltero pero, cuando ‘tropezó’ con mi madre, Catalina ‘Blai’, se enamoró y se acabó casando con más de 30 años. Cada dos años tuvieron una hija. Yo soy la penúltima. Los dos primeros, Paco y Margarita, fueron mellizos y, a pesar de que mi hermana murió en el parto, siempre la tuvimos presente en la familia.

—¿De dónde eran sus padres?
—Mi padre era de Vila. Mi madre, de Formentera. Allí, mi abuelo mantenía su finca con la ayuda de un mayoral. Sin embargo, mi abuela Francisca era un poco ‘mimada’ y, cuando enviudó, no supo entenderse con el mayoral. Este quiso marcharse, pero como mi abuela no tenía ni idea de cómo cuidar la finca, le propuso quedarse allí y que fuera ella quien se marchara. Así fue como vino con sus hijas a Ibiza. Mi madre ya tenía más de 20 años y poco después conoció a mi padre y se casó.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Antes de enamorarse de mi madre, mi padre navegaba por todo el mundo. No sé cuántas veces iría hasta América. Cuando conoció a mi madre decidió que no quería dejarla aquí sola y dejó de navegar para hacerse pescador. Renunció al buen sueldo que le suponía navegar para conformarse con lo que se ganaba con la pesca, que entonces era un oficio de lo más humilde. Aunque no teníamos dónde caer muertos, siempre fuimos una familia feliz, de lo más alegre y bien avenida. Con cinco hijos, mis padres se vieron obligados a alquilar una ‘feixa’ en la cuarta carrera de Ca na Glaudis, un poco más allá del Club Náutico. Allí mi madre se ocupaba de que no nos faltara de nada. Tenía cabras para darnos leche cada mañana y para vender el resto. Así decía que nos salía gratis. También tenía cerdos para hacer matanzas y más de cien gallinas para ir cada día a vender sus huevos. Además, lo que sembraba en el huerto se lo vendía una mujer en el mercado. Los dueños del puesto se quedaban dos ‘canets’ por cada peseta vendida (una peseta equivalía a 20 ‘canets’). Recuerdo que cada uno de los comerciantes tenía un bote distinto para cada uno de los payeses que le traían material. Y no solo eso, mi madre también hacía ‘espardenyes’ con la suela de cáñamo y tela de lona además de bordar para los ajuares de la gente pudiente de Ibiza. Mi madre siempre fue una mujer muy sana, mañosa e inteligente, además de muy trabajadora.

—¿Dónde fue al colegio?
—Los primeros años fui con las monjas de San Vicente, que estaban al lado de casa. Más que ir allí al colegio, nos cuidaban a las dos pequeñas como a modo de ‘guardería’ para echarle una mano a mi madre como buenas vecinas que eran. Después, con unos tres años, entré en Sa Graduada con doña Asunción. Cuando terminé no fui al instituto, me puse a trabajar como niñera. Yo ya había estado cuidando de un niño desde bien pequeña en la casa de don Antonio y Rosita. Con siete u ocho años cuidaba de su hija de dos años mientras Rosita acompañaba a su madre, que era ciega, para que pasara la tarde en la tienda de su familia, Ca s’Orenet. Con la primera paga que me dieron me compraron mi primer vestido.

—Cuando terminó el colegio, ¿siguió trabajando con esta familia?
—No. Entonces nos vino a buscar una mujer, que era esposa de un cargo en el syuntamiento, a mí y a mi hermana Lina para que fuéramos a Llucmajor, en Mallorca, a trabajar con su hijo, que era notario y tenía hijos pequeños. Estuve trabajando allí como ‘criada’ durante tres años. La gente de dinero no consideraba a los pobres como iguales y yo era consciente, pero la verdad es que tuvimos una muy buena relación con esta familia. Cada domingo nos llevaban de excursión con su Mercedes, veníamos (por separado) de vacaciones a Ibiza, nos alimentaban bien y la paga no estaba mal. También es verdad que, entre ellos y las monjas, engañaron a mi madre.

—¿A qué se refiere?
—A que en casa, sobre todo a mi padre, no les gustaban las monjas. Mi hermana ya empezaba a mostrar cierto interés por ellas, aunque eran vecinas y nos llevábamos bien, mis padres no la dejaban ir tanto con ellas como hubieran querido. Cuando nos propusieron ir a Mallorca, le aseguraron a mi madre que allí no había monjas. ¡Y anda que no había! Estuvimos en la celebración del centenario de la llegada de las monjas al pueblo de Llucmajor y todo. Fue todo un ‘show’ que organizaron las monjas para que mi hermana hiciera el noviciado, como acabó haciendo. El día que fui consciente del engaño que le habían hecho a mi madre me di cuenta de que eso no era trigo limpio. Aproveché que me tocaba venir a Ibiza por vacaciones y ya no volví más.

—¿Qué hizo entonces?
—Me hice peluquera. Vicenta Planells, de Can Bassetes, que era mi vecina y había hecho un curso de peluquera y me contrató y me enseñó. La verdad es que lo hacíamos bien: enseguida le quitamos buena parte de la clientela a las demás peluquerías. Estuve unos años como peluquera, hasta que me casé.

—¿Con quién se casó?
—Con Octavio de Cas Saboner. Lo conocí con solo 15 o 16 años y a mi padre no le hacía mucha gracia que me rondara, ya que él tenía 10 años más que yo. Temía que, siendo mayor y de una capacidad económica mucho mayor que la de nuestra familia, quisiera aprovecharse de mí. No era así: venía de buena fe y nos casamos cuando yo cumplí los 21. Tenía claro que no me casaría hasta esa edad. Siempre me respetó muchísimo y fuimos muy felices. Enseguida me quedé embarazada de Esther, cinco años después vino Laura y, cinco más tarde, Leonor. Ahora ya tengo cuatro nietos.

—¿No siguió trabajando tras casarse?
—No. Eso lo teníamos muy claro desde el principio. Además, embarazada desde el primer momento y, después, cada cinco años, tampoco lo hubiera facilitado. Octavio era fontanero y, económicamente, tampoco lo necesitábamos. Tenía la fontanería en la calle de las Farmacias. Así que me dediqué a la casa. Aprendí a cocinar y a guisar, y es que nos gustaba mucho organizar comidas para los amigos en nuestro chalet de es Viver, uno de los primeros de la zona. A Octavio le encantaba ver la mesa bien organizada con una buena comida y con buenos amigos. Le gustaba tanto presumir de lo buena que estaba la comida como de que la había hecho yo. Nos dejó hace 11 años.

—¿A qué se dedica a día de hoy?
—Ahora no cocino como antes, que llegaba a cocinar hasta para 30 personas. Me apaño con cualquier cosa. Ahora, durante las mañanas salgo o no salgo según me apetezca, pero todas las tardes bajo a Can Ventosa a hacer la partida de parchís hasta que cierran. De hecho, ya tienen una mesa que se llama ‘la mesa de Pepita’ (ríe).