Rosario Salazar en Can Ventosa tras su charla con ‘Periódico de Ibiza y Formentera’ . | Toni Planells

Rosa Salazar (Archidona, Málaga, 1956) llegó a Ibiza con su familia con solo tres años. Creció y se crió en Dalt Vila como una ibicenca más, asumiendo las raíces de la isla que acogió a su familia.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Archidona, Málaga. Allí nacieron mis cuatro hermanos mayores. El pequeño, Curro, ya nació en Ibiza.

—¿Cuándo llegó a Ibiza?
—Cuando era muy pequeña. El mismo día que mi madre, Rosario, cumplía 33 años: el 1 de octubre de 1959. Yo solo tenía tres años, pero recuerdo perfectamente el día que desembarcamos en Ibiza. Mi padre, Paco, nada más bajar del barco, nos llevó a desayunar a La Estrella. De allí fuimos directamente a la casa donde íbamos a vivir en Dalt Vila. El camino se me hizo eterno. Para ser justos, más que una casa, eso nos pareció un agujero. Veníamos de una casa grande y con un buen patio en el pueblo, así que la casa de Dalt Vila nos agobió bastante. Tanto que, al cabo de dos o tres días, mi madre ya buscaba un barco en el puerto para volver al pueblo. Tardamos solo un par de días en marcharnos a una casa en ses Feixes de Talamanca. Allí estuvimos solo unos meses, y es que mi madre encontró trabajo enseguida limpiando en Can Fèlix y la casa del juez Llanos. Como la casa estaba rodeada de acequias, por precaución, cuando se iba a trabajar nos tenía que encerrar en casa. Tampoco había ninguna luz en toda la zona y mi madre tenía que volver del trabajo por ese camino con una pequeña linterna. Así que, enseguida que mi padre encontró otra casa en Dalt Vila, nos volvimos a mudar allí, en la calle Sant Antoni, donde vivimos durante cerca de 20 años. Entonces nos mudamos a Casas Baratas, a un edificio que construyó mi padre tras muchos años de trabajo y esfuerzo.

—¿A qué se dedicaba su padre?
—Mi padre hacía pozos. Trabajaba la dinamita. Antes de casarse y volver al pueblo había estado trabajando en Girona. Cuando ya tenía los niños, se marchó con su tío y dos de sus hermanos a trabajar a Mallorca en la construcción de la pista del aeropuerto. No sé por qué razón, allí se intoxicaron todos y volvieron al pueblo. Al cabo de un tiempo probó suerte en Ibiza –ya no quiso volver a Mallorca– y se acabó trayendo a toda la familia. Una vez aquí, estuvo trabajando la dinamita para hacer pozos en Formentera. No tardó mucho en comprarse una moto, una Ducati que seguro que era de segunda mano. Poco tiempo después se hizo con un pequeño ‘carrimoto’ con el que hacía portes de arena, tierra o lo que fuera. A principios de los 60 mi padre abrió el quiosco de Los Molinos, en el que trabajamos toda la familia durante unas 30 temporadas. Cada año teníamos que montarlo a principio de temporada y desmontarlo cuando terminaba. Mi padre hizo unos agujeros en las rocas que usaba como nevera. Cada día había que ir a comprar hielo a Can Rayus y todo el material necesario para la jornada. No se podía tener la comida de un día para otro. El día de la berenada era el día de más trabajo de todo el año. Recuerdo que una vez se nos acabó todo el pan –hicimos más de 300 bocadillos– y, sin haberme subido a una moto nunca, me mandaron en la Mobilette de mi hermano a la panadería de Planells, en Dalt Vila, a por más llonguets. Allí trabajábamos toda la familia. Mi padre era muy gracioso, tenía un perro al que le puso de nombre ‘Paqué’ y cada vez que alguien dejaba bote tocaba un cencerro de vaca al grito de ‘¡bote!’.

—¿Se dedicaban solo al quiosco?
—No. Mi padre continuó con los camiones y no tardaron mucho tiempo en ofrecerle trabajo a mi madre como cocinera en la residencia Reina Sofía en cuanto la inauguraron. Yo daba catecismo con Sor María, Sor Nieves o Sor Milagros a los soldados que estaban ingresados en el Hospital Militar. que después convirtieron en residencia.

—Entonces, usted creció en Dalt Vila.
—Así es. Me crié rodeada de gente ibicenca, fui al colegio con las monjas de San Vicente y tengo las raíces en Ibiza muy adentro. Ni siquiera tengo un recuerdo de cuándo comencé a hablar ibicenco. En Dalt Vila éramos como una familia. Eulària, que era como mi segunda madre, me llevaba siempre a su casa de Sant Carles, Antònia me hizo el vestido de la comunión; siempre estaba durmiendo en casa de alguna de mis amigas. Todavía conservo muchas amistades de esa época como Esperancita, Antonieta o mi prima Asun. Cuando era pequeña, mi madre nos dejaba con Antoni Portmany, que cuidaba de nosotros mientas él pintaba a los pies del Rastrillo. Nos daba un papel y un carboncillo para que nos entretuviéramos mientras él seguía pintando. Además, he bailado pagès durante 28 años en la Colla de Vila. Considero que tengo un 90 % de ibicenca y un 10 % de andaluza. Que tampoco he perdido mis raíces andaluzas, que sigo practicando con la gastronomía y las costumbres. ¡Hasta bailo flamenco!

—Entiendo que la sociedad ibicenca acogió a su familia con toda normalidad.
—Así es. Aunque también hubo algún encontronazo. Recuerdo que un vecino se compró el primer televisor de la zona. Todos los niños nos asomábamos a su ventana para verla, pero a él no le gustaba que los mursianus estuviéramos allí, pese a que allí había de todo: ibicencos y mursianus. Un día que ponían dibujos animados estábamos todos asomados a la ventana cuando este hombre salió corriendo a por nosotros. Salimos todos corriendo, pero mi hermano Curro era muy pequeño y se quedó allí. Este hombre le pegó un par de bofetadas. ¡La que se lio! En cuanto se enteró mi padre fue a por él y tuvieron que separarlos. Al día siguiente, mi padre se presentó en casa con una tele nueva que compró a plazos en Iberia. Cada día la plantaba fuera para que todos los niños pudieran ver los dibujos animados y, en cusnto ponían el ‘Vamos a la cama’ se iban todos a dormir.

—¿Hasta cuándo fue al colegio?
—Hasta los 14 años. Entonces tuve mi primer trabajo en una joyería del Mercat Vell. ¡Me pagaban nada menos que 3.000 pesetas! Allí estuve nueve meses, hasta que conocí a Xisca, que también fue como una madre para mí, con la que abrí una corsetería delante de Santa Cruz, la corsetería Bambi. Entré con 15 años y salí para casarme con 22. Sopesé la idea de quedarme con el negocio cuando Xisca enfermó y cerró, pero los bancos no habrían concedido un crédito a una chica como yo en ese momento. Unas clientas de la tienda no tardaron mucho en ofrecerme trabajo en una tienda del puerto, Zeus. Estuve trabajando allí hasta el 96, cuando abrí mi propia mercería en Casas Baratas, Es Didal. Aunque era una tienda barrio, venían clientas de todos los pueblos de Ibiza. La tuve durante 16 años hasta que mi marido enfermó y me dediqué a cuidarle hasta que faltó hace cinco años.

—¿Con quién se casó?
—Con un hombre ibicenco estupendo. Dudo mucho que haya nadie mejor que él. Se llamaba Toni Bonet, de Can Rayus por parte de padre y de Can Campanitx por parte de madre. Lo conocí gracias a mi amiga Nieves, a la que tenía que acompañar como ‘sujetavelas’ cuando festejava con quien luego sería su marido, Juanito. Juanito me presentó a Toni en el parque el mismo día que él cumplía 25 años: un 25 de enero. Tres años más tarde nos casamos, tuvimos a nuestros hijos, Gabriel y Simón. Ahora tengo a mi nieto, Raúl, que a sus siete años me da la vida.

—¿A qué se ha dedicado desde entonces?
—La verdad es que pasé muchos años de mi vida ayudando y cuidando de la familia. Tanto de mi marido como de mis suegros y de mis padres hasta el último día. Siempre lo hice muy a gusto y de corazón, pero desde que han faltado, me han vuelto a salir las alas. Ahora quiero viajar y me apunto a un bombardeo. Estoy como vocal en el club de mayores de Can Ventosa, hago vestido de payesa –me enseñó Maria Rotes–, hago cursos de espardenyes, capells y escribo poesía.

—¿Desde cuándo escribe poesía?
—Siempre me ha gustado escribir. De hecho, cuando era pequeña y terminaba el trabajo en el quiosco de Los Molinos, me sentaba en una roca mirando al horizonte y allí se me ocurrían muchas cosas bonitas que nunca llegué a escribir. Fue cuando bautizaron a mi sobrino, que tiene una discapacidad y le daban poco tiempo de vida, cuando escribí algo para él. Fue una poesía que canté junto a mi hijo Gabriel con su clarinete. Desde entonces no he dejado de escribir cada vez que me ha venido algo bonito a la cabeza, aunque sean las cuatro de la madrugada. Hace un par de años gané un premio en un certamen de Málaga en el que se presentaron más de 800 participantes. Estoy muy orgullosa. De hecho, me he animado a recopilar mis poesías en un libro.