Pepita Costa en Sant Jordi tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pepita Costa (Sant Francesc, 1954) creció en Sant Francesc, en una zona conocida como s’Hort de ses Salines y que desapareció delante de sus ojos bajo la pista de aterrizaje del Aeropuerto de Ibiza.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en la finca de Can Mateu, en Sant Francesc. Era la finca de la familia de mi madre, Pepa. Mi padre era de Can Vingut, de Corona. Tuvieron cinco hijos. Joan es el mayor, pero la segunda murió cuando solo tenía seis años de hepatitis. Eso fue antes de que yo naciera. El que nació después de mí también falleció a los cinco días de haber nacido. Después vino mi hermano pequeño, Vicent.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Se dedicaban al campo. Tenían tierras y un buen huerto que cuidaban ellos mismos, aunque mi padre también trabajaba en la construcción e hizo alguna campaña en ses Salines.

—Sus padres, ¿se conocieron gracias al trabajo en ses Salines?
—No. Se conocieron en Vila, que es donde vivía mi madre, cuando mi padre estaba haciendo el servicio militar.

—Su madre, ¿no vivía en Sant Francesc?
—No. Para explicároslo os tengo que explicar la historia de mi abuela Eulària, que era muy moderna para esos tiempos. Dejó a mi abuelo Mateu y se marchó a Mallorca con su hijo pequeño de cinco años. Los otros seis ya eran un poco mayores y los dejó en Ibiza. A mi madre la dejó con 12 años en una casa de unos conocidos en Vila, la de la familia de la relojería Tur. Vivió allí 16 años y siempre la trataron muy bien. Aunque mi abuelo le insistía en que podía volver a su casa, ella prefería quedarse allí. Incluso cuando volvió mi abuela siguió quedándose en esa casa. En Mallorca no lo pasó muy bien y mi abuelo la volvió a acoger en su casa. Mi abuela no le dejó por ningún tema de malos tratos. Simplemente era una mujer muy moderna e hizo algo parecido a lo que hacían los hombres de entonces, que se iban a Cuba o a Argentina. Quienes no la debieron tratar muy bien fueron las habladurías del pueblo, así que cuando murió mi abuelo, ella volvió a Mallorca con su hijo. Yo solo la vi tres o cuatro veces que vino de visita.

—Usted, ¿creció en Sant Francesc?
—Así es, en Can Mateu. Iba al colegio a Sant Francesc, a la escuela de niñas que estaba al lado de Can Blai, que era la tienda del barrio. Estaba muy cerca del aeropuerto y, a medida que lo fueron ampliando, cada vez nos costaba más llegar hasta el colegio. Al principio no era más que un pequeño aeropuerto militar. Todavía recuerdo las chabolas metálicas de los militares. Con la llegada del turismo lo fueron ampliando. Primero alargando las pistas, pero a primeros de los 60 empezaron a hacer la ampliación grande. No nos dejaron más que un camino de tierra para poder llegar que, cuando llovía, te quedabas literalmente estancada en el fango. Muchas veces atajábamos cruzando la pista de aterrizaje corriendo (ríe). De noche era más fácil, porque veías las luces de los aviones y el guardia, que iba armado con su escopeta, no te veía a ti.

—Entonces, ¿vivió la ampliación del aeropuerto?
—¡Ya lo creo! Vi cómo nos tumbaban la casa cuando tenía diez años. La nuestra y otras cincuenta más que estaban donde ahora está la pista, además de la escuela. Todo eso era lo que llamaban s’Hort de ses Salines, un llano de tierra muy fértil y húmeda. Diría que una de las mejores tierras de la isla. Todas las casas eran antiguas y tenían agua propia.

—Imagino que la ampliación del aeropuerto supondría un drama para todas esas familias.
—Así es. Había quien había terminado de hacer las reformas de la casa, quien tenía un gran huerto o el que justo terminaba de hacerse una ‘fibla’ (una especie de pozo con escalones) en su casa. ¡Este hombre salió con la escopeta y todo! Gracias a Dios no pasó nada pero ese hombre no fue el único en plantarse delante de las máquinas con la escopeta. Entonces no era como ahora, que hay casas para alquilar y cada uno se apañó como pudo. Unos se fueron a la casa de los abuelos, otros tuvieron que irse a casas viejas por reformar… Lo que pagaron fue una ínfima parte de lo que podía valer una casa. Eso sí (entona un tono sarcástico), dieron trabajo en el aeropuerto a casi toda esa gente. Mi padre se había comprado un pequeño solar en Sant Jordi y nos fuimos a vivir allí con la casa a medio hacer. Con la edad que tenía yo, no me costó adaptarme y hacer amigas en Sant Jordi.

—¿Siguió estudiando?
—Hasta que me saqué el certificado de estudios, a los 14 años. Aunque no se me daba mal estudiar, el deseo que tenía entonces era ser dependienta en Vila. Así que enseguida empecé a trabajar en la librería Verdera con Manuel y Pepe, que tenían fama de antipáticos, pero eran más buenos que el pan. Muy serios, eso sí. Una vez, era la una y había una gran cola para comprar los diarios y, en un momento coincidimos todas las dependientas en el almacén, cada una a buscar una cosa. Empezamos a hablar un momento y justo llegó don Manuel con su puro. Solo tuvo que mirarnos para que todas nos pusiéramos a trabajar.

—¿Estuvo mucho tiempo en la librería Verdera?
—No mucho, un par de años. Hasta que mi hermano Vicent me propuso trabajar en la oficina de una empresa constructora. En esa época la empresa trabajaba desviando un torrente que pasaba por el aeropuerto. Para eso buscaron a un equipo de encofradores de fuera y, una vez más, el aeropuerto marcó mi vida (ríe). Y es que entre esos encofradores había un gallego de Lugo, que se llama Antonio y al que todavía aguanto (ríe). Fue todo un flechazo. A los pocos meses se marchó a hacer la mili y, cuando la terminó, nos casamos enseguida. Era 1974 y hoy en día supongo que hubiéramos vivido juntos un tiempo, pero entonces había que casarse. Tuvimos a José Antonio, que tiene a mi nieta Rebeca, y a Eva María, que tiene a Adrián.

—¿Siguió trabajando tras su matrimonio?
—Continué en la oficina un año más, hasta que me quedé embarazada de José Antonio. Aunque me dejaban estar con el niño en la oficina y una mujer se ofreció para cuidarlo mientras yo trabajaba, decidí cuidar a mi hijo yo misma y dejé de trabajar para cuidar de mis hijos. Cuando ya fueron un poco mayores, las monjas de Sant Jordi empezaron a hacer guardería y decidí volver a trabajar. Tendría unos treinta años y tenía energía, así que me fui a hacer habitaciones a un hotel. Un trabajo muy duro, pero que hice sin problema durante unas cuatro temporadas, cuando quitaron el comedor de los niños en el colegio. Siempre he puesto a mis hijos, mi casa y mi familia por delante de todo. Cuando los niños ya fueron más mayores me puse a trabajar de dependienta en un súper. Ese fue mi último trabajo. Lo dejé para cuidar de mi madre cuando se rompió el fémur y, después, quien se puso pachucha fui yo. Cuando superé el cáncer de mama ya me jubilé.

—¿A qué dedica la jubilación?
—Yo nunca he sabido estar sin hacer nada. De niña ya no podía estar sin ir a aprender a bordar o a coser con tal de no estar sin hacer nada. Aunque reconozco que ahora me he vuelto un poco vaga (ríe). Como mucho, me dedico a hacer carreras de tortuga con mi marido por los pasillos de Can Misses (más risas). Eso sí, hay un día sagrado a la semana en el que voy a tomar café con mis amigas. Siempre me han apoyado, cuando he estado pachucha y cuando no, y cuando hablo fuerte y cuando no (risas), igual que mi familia.