Julia Moore tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Julia Moore (Lancashire, Inglaterra,1945) llegó a Ibiza de vacaciones para celebrar su título de enfermería junto a sus compañeras de carrera. Aquí se enamoró y decidió quedarse para ejercer su vocación de matrona durante más de cuatro décadas trayendo al mundo a varias generaciones de ibicencos.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en un pequeño condado de Inglaterra que se llama Lancashire. Yo era la menor de tres hermanos y, cuando yo solo tenía un mes, nos mudamos al sur de Londres, Surrey.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi padre, Eduard, era abogado y trabajaba como secretario en el Ayuntamiento. Mi madre, Alicia, aunque todos le llamaban Peggy, era maestra, pero no ejercía. Ella se ocupaba de la casa y de los niños.

—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Surrey?

—Me acuerdo que teníamos una fotografía de 1900 en la que aparecía mi abuela vestida de enfermera, que era su oficio. Cuando solo tenía unos cuatro años me la miraba y ya decía que yo quería ser enfermera. Siempre me decía que no, que siendo enfermera solo limpias y haces cosas desagradables. De hecho, mi madre también quiso serlo, pero mi abuela no le dejó. Era normal, en sus tiempos era un oficio muy duro. Ella lo pasó muy mal, con todo lo que vivió incluso acabó perdiendo el pelo.

—¿La disuadieron de sus intenciones de convertirse en enfermera?

—No. Lo llevo en los genes (ríe). Siempre fui al colegio con la intención de convertirme en enfermera. Cuando acabé la Secundaria en Surrey, me fui a estudiar Enfermería en el Royal London Hospital. Allí estudié durante tres años y me. Quedé otro más trabajando hasta que me hice matrona en el San Ramon no nato. Allí tuve mi primer parto con una monja de ese hospital. Unos años antes, en 1963, cuando terminé Enfermería, decidí con unas compañeras ir a celebrar el título a una isla del Mediterráneo. Sacamos un mapa y fuimos eligiendo y descartando islas hasta decidir que iríamos a Ibiza un par de semanas de vacaciones. Nos gustó tanto que volvimos todo un mes durante los siguientes dos años, hasta que decidí quedarme definitivamente.

—¿Qué la llevó a decidir quedarse en Ibiza definitivamente?

—Un payés (ríe). La primera vez que vinimos, fuimos al kiosco de Platja d’en Bossa. Solo había uno. El camarero, Pepe, cuando nos vio, llamó a su primo para decirle que «había mucho talento por allí». No tardó mucho en aparecer Toni de Cas Ferrer con su bicicleta (ríe) para intentar convencerme de que le enseñara inglés. Él hablaba alemán y francés, pero muy poco inglés. Aun así, nos entendíamos como podíamos y nos estuvimos viendo durante los siguientes viajes. Un día se me acercó su amigo y me dijo que si yo sabía que Toni quería casarse conmigo. Yo le dije que, si quería, que me lo pidiera y así fue. Terminé de sacarme la titulación de matrona un miércoles y nos casamos un sábado en Londres. Ni siquiera conocíamos a nuestros respectivos padres, él pidió mi mano por escrito. Yo no tenía ni idea ni donde iba a vivir en Ibiza después de casarme. En realidad no fue tan mal porque 54 años después todavía seguimos juntos y hemos tenido dos hijas, Alicia y Sara.

—¿Pudo desarrollar su profesión cuando llegó a Ibiza?

—La verdad es que vine sin idea de trabajar, pensando que sería una ama de casa normal y corriente. Cuando nació Ali, en 1971, en el mismo hospital me dijeron que hacían falta matronas en el hospital. Yo acababa de parir, pero me insistieron al año siguiente y, en 1973 entré a trabajar en el ambulatorio, que estaba donde ahora está la Policía Nacional.

—¿Trabajó mucho tiempo como matrona?

—Hasta que me jubilé con 63 años por el estrés. Ejercí como matrona más de 42 años, vi como inauguraron Can Misses, aunque ya no llegué a ejercer en el nuevo hospital, sí que viví los tiempos del viejo ambulatorio. Entonces nos teníamos que apañar solo con dos médicos, Marí Calbet y Tur Serra, que solo estaban presentes en los partos cuando había algún problema y era necesario. A veces llamabas a uno o a otro y resultaba que se habían ido a pescar. Estaban 24 horas, los siete días de la semana, pendientes de cualquier emergencia, era normal que en algún momento se fueran a pasear o a pescar. Además, si no había más remedio que llamar al médico, teníamos que salir del paritorio corriendo hasta la entrada del ambulatorio, donde estaba el teléfono. Menos mal que teníamos nuestras técnicas cuando venía un bebé de nalgas, porque nos encontrábamos solas con estos partos. Si nacía un niño con una deficiencia respiratoria o con mocos o lo que fuera, tú misma lo estimulabas, lo aspirabas o lo que hiciera falta para que saliera adelante. Cuando terminabas y tenías al bebé llorando en tus brazos, se te caían las lágrimas. Era como estar en un hospital de África. Nos pasábamos las guardias solas con un auxiliar. Además, había muchos más partos de los que hay ahora, era la época del baby-boom y llegué a asistir hasta seis partos yo sola con un auxiliar en una sola noche. Cuando empecé, no teníamos ni monitor de tensión, ni monitor de latido fetal ni nada. Nos teníamos que apañar con un estetoscopio. No teníamos ni pediatría y los prematuros estaban en la sala de dilatación. No es extraño que acabara con tanto estrés. Menos mal que los últimos años ya estaba con mi compañera, Pilar.

—Esta precariedad, ¿se traducía en mortalidad perinatal?

—Absolutamente no. De hecho, vino un doctor de EE.UU. experto en pediatría que nos pidió las estadísticas y nos aseguró que teníamos los mismos resultados que en Suecia. Los partos eran mucho más naturales, nosotras ofrecíamos la ayuda que necesitaban, sin más parafernaria de lo necesario. Cuando voy por la calle, hay mujeres que me paran para decirme que las asistí hace 30 años (ríe). Sin embargo, también hubo momentos malos y duros. Un paritorio es un lugar en el que se esperan buenas noticias y no estamos preparados para las malas.

—Entiendo que, además de vocacional, debe ser uno de los trabajos más estresantes que existe.

—La verdad es que no es lo mismo que vender hilos en una tienda. En un paritorio tienes dos vidas en tus manos, la madre y el bebé, y es una responsabilidad enorme. Sin embargo, un parto es el mayor espectáculo del mundo. No hay nada que se le parezca, ni la mejor puesta de sol ni la aurora boreal más espectacular. Aunque es muy potente y los padres no siempre están preparados para soportarlo. Más de uno ha ido directo del paritorio a urgencias. Uno se desplomó y se rompió la nariz. Y mira que les decimos que si se encuentran mal, que se sienten en el suelo. Otro padre también se rompió la nariz cuando lo vi que se estaba poniendo pálido. Le dije que saliera, pero iba tan aturdido que se estrelló contra la pared.

—Habrá vivido momentos de lo más intensos, ¿nos cuenta alguno?

—Hubo una noche de reyes en la que la Policía trajo a una chica que estaba a punto de parir en el portal de su casa. Cuando nació el niño, ella estaba aterrada por si se presentaba su padre en el hospital con una pistola. Resultaba que el padre de ella, también era el padre del bebé. Era un abusador. Entre todas la ayudamos a que se pudiera escapar junto a su madre y su hijo y en el juicio que tuvo después.

—¿A qué dedica su jubilación?

—A recuperarme de un par de operaciones, a disfrutar de mi familia, ayudar a mi marido y, últimamente, a pintar un poco.