Dionisio Rodrigo en su casa el mismo día de su centenario. | Toni Planells

Dionisio Rodrigo (Villarejo-Periesteban, Cuenca, 1924) llegó a Ibiza hace 60 años. Una isla que le acogió desde el primer momento y en la que, tal como explica él mismo a sus 100 años, «eché el ancla». Una vez en Ibiza, se dedicó a varias profesiones, aunque destacó la de policía municipal y la de celador en el antiguo hospital de Ibiza.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Villarejo-Periesteban. Mis padres, Guillermo y Águeda, tuvieron nueve hijos, la única chica era Severiana, la mayor, y dos de ellos desaparecieron durante su infancia. A mi hermano Faustino, uno de los mayores, le dio una coz una mula mientras trabajaba con su señor. Como en esos tiempos no había antitetánica, murió de tétanos. A mi hermano Félix, un par de años mayor que yo, le pilló la mili en los tiempos en los que hubo unas revueltas en la frontera con Francia y, de camino a las revueltas, murió en un accidente con el camión que les llevaba allí.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—A la labranza, como todo el mundo en aquella zona. Tenían unas tierrecillas pequeñas y, aparte, mi madre llevaba otras tierras.

—¿Qué recuerdos guarda del pueblo en su infancia?
—Fueron unos tiempos bonitos. Los niños poníamos motes a los mayores del pueblo, la ‘tía pelá’, la ‘tía usebieta’… (ríe) En todas las casas, al lado de la puerta, se construía un banco de obra, el ‘pollo’, donde sacaban a los viejos durante el día para que se sentaran a la fresca. Por las noches, quienes se sentaban en el ‘pollo’ eran los mayores con su ‘puchera’ de vino. Todas las casas tenían una parra para hacerse el vino y salir por las noches a charlar con los vecinos. Tomar el fresco y beber vino a morro era lo más habitual. No había televisión ni teléfonos ni ninguna de esas cosas que hay ahora. Los niños jugábamos en la calle todo el día. A lo mejor eran las 12 de la noche y todavía estábamos por ahí jugando.

—¿Iba al colegio?
—Sí. En casa ir al colegio era sagrado. El maestro, don Nicasio Ruiz Molinero, era de esa clase de maestros duros de los de antes. Te hacía poner la mano así y te pegaba unos ‘regletazos’ con su regla de madera. A mi hermano Víctor nunca llegó a acertarle, él siempre esquivaba la regla y le acababa llegando un cogotazo por otro lado (ríe). En casa también aprendíamos mucho. Mi padre tenía libros de historias como del desastre de Annual o del bandolero Pernales, que, con el niño de Aral, les quitaba dinero a los ricos para dárselo a los pobres.

—¿Hasta cuándo fue al colegio?
—Hasta los 12 años, cuando empezó la guerra. Como llamaron a los maestros para que fueran al frente, nos quedamos sin profesores. Cuando acabó la guerra, volvimos a ir al colegio por las noches.

—¿Cómo vivió la Guerra Civil?
—La verdad es que relativamente bien. Al pueblo no llegó ninguna batalla. Lo único que recuerdo es cuando venían los milicianos con sus pañuelos rojos atados al cuello para ‘llevarse a los fascistas’. Entonces había un concejal en el pueblo, José López, que les dijo muy claro que, si había algún fascista en el pueblo, lo retiraría él mismo y se fueron por donde habían venido. A tres de mis hermanos les tocó ir al frente: a José María, a Justiniano y a Rufino, pero volvieron los tres. Después, en la posguerra, tampoco fue muy duro. Como era un pueblo agrícola no se llegó a pasar hambre.

—¿Cuándo empezó a trabajar?
—Cuando tendría 14 o 15 años empecé a trabajar en casa de un dueño como mozo de mulas. Te tenías que ajustar de San Miguel a San Miguel: el compromiso con el amo comenzaba el 29 de septiembre y terminaba el siguiente 29 de septiembre. Me daban de comer y dormía en las cuadras oliéndole los pedos a las mulas. La cama no era otra cosa que dos maderas cruzadas, lo que se llama un camastro, y de colchón usaba un saco lleno de paja. Las mantas con las que se tapaba a las mulas eran las sábanas que usaba por las noches. El primer año me pagaron 3.000 reales, unas 750 pesetas. El segundo llegué a cobrar 800, 1.100 el tercero y, el último año ya llegué a cobrar hasta 1.200 pesetas (100 pesetas al mes). Además, los amos solían tratar fatal a los empleados y la comida tampoco es que fuera muy abundante. Pero es que no había otra cosa.

—¿Hasta cuándo trabajó para distintos ‘amos’?
—Hasta que me tocó ir a hacer la mili. Yo tuve suerte y ‘solo’ me tocó hacerla durante dos años. Pero pasé de dormir en el camastro a dormir en barracones llenos de chinches y piojos. Cuando formabas en el patio y le ponías la mano al compañero de delante en el hombro, veías como te corrían los piojos a lo largo de todo el brazo.

—¿Qué hizo al volver de la mili?
—Casarme con Purificación en 1947. Tuvimos seis hijos, aunque me faltan los dos más jóvenes. Ahora ya tendré unos 20 nietos, unos 14 biznietos y hasta dos tataranietos, Eric y Joan, y otro en camino. En un momento dado, mi hija Delia enfermó de poliomelitis. Estuvo 14 años en el hospital Niño Jesús de Madrid. A partir de ese momento no hicimos otra cosa que trabajar y trabajar toda la familia y todo el dinero se iba yendo a Madrid para que Delia pudiera estar en el hospital. Entonces no había seguros y había que pagar a los médicos como fuera, a base de dinero o a base de ‘especias’. Si no había dinero, le llevabas huevos o un pollo al médico.

—¿En qué momento llegó a Ibiza?
—En 1964. Mi hijo Dionisio había venido a trabajar y nos propuso venir aquí a toda la familia. Nos dijo que aquí viviríamos mejor y no le faltaba razón. Con el tiempo acabamos echando el ancla y no nos hemos vuelto a mover más de aquí. Nada más llegar, empecé a trabajar en la obra con Palau. En ese momento había muchas obras y los jefes se iban quitando a los empleados unos a otros. Por la mañana podías trabajar en una obra y por la tarde no era raro que te llamaran para trabajar en otra. Yo conseguí trabajar con uno de los pocos montacargas que había en las obras de entonces, donde me pagaban unas dos pesetas más que a un peón.

—¿Desarrolló su oficio como albañil?
—No. Estuve unos cuantos años, pero después me puse a trabajar como jardinero para el Ayuntamiento. En aquella época, como se pagaba muy bien, intenté ponerme a trabajar con la basura. La basura no se ponía en contenedores, se sacaba directamente a la calle y se recogía con un tractor. Por muy bien que se pagara, cada vez que levantabas un cubo te salían ratas y de todo. Solo aguanté medio día. Al volver a casa quemé hasta la ropa que llevaba y no volví nunca más. Solo estuve un año y es que me enteré de que salían plazas para policía municipal. Me presenté y me aceptaron. Eran unos tiempos en los que solo había una moto para toda la Policía. Patrullábamos la ciudad a pie y dirigíamos el tráfico desde lo que llamábamos ‘el templete’, que estaba en la punta de Vara de Rey. Cada vez que pasaba un coche mal, sin hacernos caso, mis compañeros solían enfadarse mucho. Yo, en cambio, siempre les decía lo mismo: ‘Que Dios te ampare’. Fue una expresión que se extendió entre todos los compañeros y que se mantuvo durante muchos años. La verdad es que, por muchas multas que pusiéramos, se pagaban muy pocas. En esa época también había muchos hippies, pero eran muy buenos.

—¿Se jubiló como policía?
—No. Estuve trabajando como policía durante siete años. Luego me enteré de que se ganaba más trabajando como celador en el hospital y me fui allí a trabajar. Estuve unos 14 o 15 años antes de jubilarme hace más de 30. El hospital, que estaba donde ahora está la Policía Nacional, era como una familia, tengo muy buenos recuerdos de aquella época. Además, siempre combiné dos trabajos, también como policía. Cuando no estaba de servicio, cogía mi Mobilette y me iba a cobrar facturas por ahí.

—¿A qué se ha dedicado en su jubilación?
— A hacer nada y a disfrutar de la vida (ríe).