Pedro Cárceles, antes de atender a Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pedro Cárceles (Palma del Río, Córdoba, 1962) llegó a Ibiza hace cerca de cuarenta años consciente de que pasaría el resto de sus días en la isla junto a Úrsula con un diagnóstico que no le auguraba más de dos años de vida. Cuatro décadas después, Cárceles ha sido el impulsor de ‘Un Mar de Posibilidades’, que lleva 20 años acercando el mar a personas con diversidad funcional e intelectual, en muchas ocasiones por primera vez.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Palma del Río, Córdoba. Yo fui el pequeño de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Carmen y Pedro. Éramos una familia pobre, mis padres se casaron viviendo en un pajar. Mi madre ya estaba embarazada y, aunque se hizo cargo de sus hermanos al quedarse sin su madre a los 12 años, se acabó quedando sola viviendo con mi padre en ese pajar.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi padre era ‘picapedrero’ y mi madre era lo que se llamaba ‘una mujer del hogar’, sin embargo siempre fue una mujer muy emprendedora y estudiosa. Fue la primera mujer en sacarse el carnet de conducir en su pueblo y llegó a hacerse comerciante con su propia frutería.

—¿Cómo recuerda su infancia en Palma del Río?

—Primos y familia. El mundo familiar es algo muy importante en el sur. Los mejores momentos los pasé jugando en el patio de mis tíos con mis primos. Sin embargo, fui un niño bastante triste y apocado: los compañeros de clase me tiraban a los charcos, no me dejaban jugar con ellos a la pelota ni a nada… Solo tenía un amigo, ‘el Chica’, que era como un hermano, y me refugiaba escribiendo en un cuaderno que perdí en algún momento.

—Por lo que explica, sufrió ‘bullying’.

—Sí. Eso era un maltrato que iba más allá de los compañeros de clase. He llegado a ver cómo un maestro rompía una pizarra con la cabeza de un alumno. Además, estoy seguro de que, cuando este chico llegó a casa y contó lo sucedido, le caerían unos cuantos palos más. Era un mundo muy cruel. Nos ponían de pie en la pared para preguntarnos uno a uno la tabla de multiplicar. Recuerdo cómo bajaba ese líquido calentito por mis piernas temiendo que yo fuera el próximo al que ese energúmeno le preguntara cuánto es siete por ocho. Todavía no lo sé (ríe).

—¿Hasta cuándo soportó esa situación?

—Hasta que tuve nueve años. Cuando emigramos a Barcelona con un camión cargado de muebles, como buena parte de andaluces en esa época. Al principio me daba miedo ir a un sitio con tanta civilización donde, además, hablaban otra lengua. Sin embargo, resultó ser la gloria. Pasé de ser ese niño triste y enfermizo que era en el sur, a convertirme en un líder de la clase. A sentirme valorado por un profesor que, en vez de romper pizarras con las cabezas de los niños, adoraba el hecho de que un niño como yo escribiera poesía. Lo primero que aprendí de catalán fue en misa haciendo de monaguillo. Tras llegar en ese camión cargado de muebles mi vida cambió por completo.

—¿Continuó con sus estudios?

—Estudié hasta COU, pero no me llegué a presentar a selectividad. En su lugar estudié distintas ramas profesionales: desde técnico de Radiología, auxiliar de Clínica, técnico en Educación Especial. Estudiando lo que me gustaba me sentía a gusto. Desde muy joven ya trabajaba en el Hospital Sant Joan de Deu. Allí trabajaba mi madre haciendo la limpieza y decidimos estudiar auxiliar de Clínica los dos juntos mientras yo hacía segundo de BUP. A partir de allí ella trabajó de auxiliar de quirófano mientras yo hacía las prácticas como camillero por las noches y otras tareas. Era un niño y todo el mundo me conocía como Pedrín. Pasé allí 12 años. Primero como celador y más adelante como técnico radiólogo y demás. Allí es donde conocí a Úrsula en nuestros días de guardia (se le iluminan los ojos).

—Hábleme de Úrsula

—Era quirofanista y cuando nos conocimos ella estaba a punto de casarse. Pese a que le decía que me parecía un error, se acabó casando. Cinco años más tarde se separó y empezamos nuestra vida juntos. Poco después ella enfermó. Le dieron dos años de vida, así que decidimos dejarlo todo en Barcelona y marcharnos a Ibiza. Si a ella le quedaban dos años, a mí tampoco me quedarían muchos más, así que vine a Ibiza a morir con Úrsula. Como enfermeros que éramos, vinimos con un paquetito preparado para morir juntos una noche en la cama. Esos dos años que pronosticó el médico se convirtieron en 21 y el paquetito se nos acabó caducando. De hecho, el médico falleció una semana antes que Úrsula, en 2009.

—¿Qué hicieron en Ibiza?

—¡Vivir! Vivir con mucha intensidad. De hecho, como ‘nos quedaban dos años’, nos reventamos todos nuestros ahorros enseguida. Invitábamos a nuestros amigos a comidas, a bucear, a navegar en la Zódiac ... Total, que como seguía vivo empecé a trabajar distribuyendo cava hasta que me saqué unas oposiciones para trabajar en Can Misses, esta vez para trabajar en un cargo administrativo. Pero pronto me volví a involucrar en trabajos relacionados con proyectos sociales.

—¿En qué proyectos sociales trabajó?

—En Barcelona ya había estado involucrado montando y colaborando con la oficina de Médicos sin Fronteras (MSF) con el doctor Río y el doctor Vargas. Aquí empecé montando en los 90 el proyecto ‘Navegantes por el mundo’ a raíz de la guerra de Ruanda. Los propietarios de barcos los cedían para llevar a una serie de pasajeros en su tripulación que hacían una aportación económica por una causa concreta. La primera fue la de Ruanda con MSF y logramos reunir unas 600.000 pesetas. Las otras dos ediciones fueron a beneficio de Greenpeace y de Ayuda en Acción. Después me involucré en el programa Dalias, destinado a chavales con fracaso escolar y pequeñas delincuencias. Con esos chicos hacía cursos de formación de reparaciones en el campo náutico. También construían un kayac, que se lo quedaban ellos. Aunque la mayoría prefería venderlo, algún otro se ha acabado convirtiendo en propietario de una náutica. Solo hice tres años, y menos mal, porque casi me matan, literalmente. ¡Hasta me robaban la cartera! Sin embargo, al acabar el curso siempre acabábamos abrazándonos y recuperando la cartera (ríe).

—¿Continuó con los trabajos sociales?

—Sí. En 2004 empezamos con ‘Un Mar de Posibilidades’ con el Club Náutico de Ibiza. El primer año empecé dando cursos de kayac a un grupo de niños de la ONCE, pero ya tenía el foco en los chicos del taller ocupacional de Can Raspalls. Ellos fueron nuestros primeros usuarios fijos. Poco a poco fuimos incorporando afecciones cognitivas, motoras y geriatría. Con los años hemos podido contar con profesionales de primer orden y hemos presentado el programa en universidades de Barcelona o de Madrid. Hemos conseguido un resultado muy bueno, ahora atendemos a unas 300 personas con necesidades especiales a base de pelear muy duro, eso sí. Parece mentira que haya que luchar tanto por algo que debería ser tan evidente.

—¿A qué se refiere?

—A tener que estar luchando siempre contra tanto exceso de mercantilismo. El espacio que ocupábamos era un terreno que un restaurante usaba como aparcamiento. Sin embargo, el Club Náutico pagaba por ese terreno. Pues bien, no os podéis imaginar, las guerras que teníamos. Joan Manyà, Rafa Alcántara, Úrsula o yo teníamos que ponernos a dormir la siesta en el parking para que, por la tarde, pudieran venir los chicos. Los coches se nos echaban encima, hasta nos golpeaban los kayacs. Tuvimos que partirnos la cara, literalmente, por el proyecto. También hay que reconocer que, al principio, desde Costas no nos decían más que ‘qué maravilla Pedro, adelante’. Sin embargo, ahora estamos pagando una concesión de playa como si fuéramos hamaqueros. Pero la verdad es que pesan más las cosas bonitas.

—Hábleme de esas cosas bonitas.

—Es inimaginable. He visto milagros cada día. Como el de ‘Popa’, que lleva sentado en una silla desde los nueve años. Cuando le pones un equipo de buceo y le ves flotando, sintiendo por primera vez en la vida como el cuerpo deja de pesarle es indescriptible. Como de Popa, os puedo contar cientos de historias y de milagros: desde abuelos que se olvidan de sus bastones a personas con enfermedad mental que llegan arrastrando los pies y mirando al suelo y que salen con un brillo en los ojos y una sonrisa en la boca. Personas que no pueden ver y tienen la confianza de tirarse al mar desde un dique agarradas de la mano. Es una sensación que no se puede describir.

—¿Cómo ve el futuro del proyecto?

—A día de hoy tenemos el respaldo de todas las instituciones. Sin embargo, estamos en un momento de inquietud respecto al futuro del Club Náutico y lo que pueda ocurrir. Por mi parte, a mis 61 años, no sé si mañana voy a estar en la calle ni si voy a seguir pudiendo hacer lo que llevo haciendo 20 años. Es un momento de incertidumbre bastante duro. Como siempre, son asuntos que están en manos del señor ‘don dinero’ que es incapaz de ver ni a los abuelos ni a los niños ni a los millones de historias románticas del Club Náutico, solo ve millones de euros. Ojalá que esos millones de euros reviertan socialmente, ¡ojalá!

—¿Sigue escribiendo poesía?

—Desde que murió Úrsula no he vuelto a escribir nada. Decidí tomarme ‘un rato’, pero a lo mejor ya ha pasado ese rato y vuelvo a hacer algo pronto. He publicado ‘Cúmulos por ti’ y ‘Fuego, brasas y cenizas’. Siempre de manera autoeditada sin ningún interés más que escribir para sentir y para vivir.