Es agradable sentirse amado en lenguas diferentes. Cada vez que critico la musicalidad de un determinado idioma, milagrosamente sucede que conozco a alguien deseable que me habla de amor en esa precisa lengua. Y entonces hago mía la opinión humanista de George Steiner, porque no existe idioma que no se torne hermoso cuando se habla amorosamente.

El don de lenguas es tan bueno en la cama como en los negocios. Cuando Areilza preguntó al magnate mallorquín Juan March cómo esquivaba el espionaje industrial, el ¿último? pirata del Mediterráneo respondió: “Fácilmente. Hablamos mallorquí”.

Por eso creo un error (y una bruta perversión nacionalista) que en Baleares se demonice el español y al mismo tiempo quieran desterrar el ibicenco o mallorquín en loor de eso que Mariano Planells denomina el barcelonés estándar.

Italia y Francia también tienen una formidable riqueza lingüística, pero en las escuelas de sus diferentes regiones a nadie se le ocurre prohibir estudiar en francés o italiano.

Pero tal harakiri cultural se practica institucionalmente en nuestras islas cosmopolitas, donde hay familias hartas de ver cómo se violan los derechos de sus hijos y que la única solución –siempre el baremo del bolsillo— sea escolarizarlos en un centro privado. Como sentenciaría el supremo cínico Talleyrand: Es mucho peor que un crimen; es una estupidez.

Es la ley del péndulo histérico: Si Franco prohibía estudiar en catalán, los actuales demócratas no dejan que se estudie en español. Naturalmente la sociedad va a su aire, cansada de una clase política cainita e inepta, que necesita crear problemas para hacerse necesaria.