Bart y San, junto a los dos ejemplares de alpacas preñados que darán a luz a los primeros cien por cien ibicencos. | Marcelo Sastre

Uno siempre se pierde con gusto en la campiña pitiusa. La aventura sale al encuentro, a menudo de forma surrealista y con la cortés invitación, tras un ¡bon día tengui!, a unas hierbas con hielo o un vasito de vino. Así una encantadora payesa, tras sujetar a los perros que guardaban su finca (cuando se dieron cuenta de que era inofensivo, me saludaron a lametazos), me indicó cómo llegar a Es Currals Alpacas.

Seguí mi camino y escuché un sonido raro que jamás había advertido en Ibiza. «¡Por allí resopla!», me dije siguiendo la llamada de lo salvaje. Y de pronto aparecieron ante mi vista unos lustrosos camélidos típicos de la altiplanicie andina.

En un día normal hubiera creído que sufría un ataque de delirium tremens. Incluso una garza sobrevoló el cielo azul de la tarde y por un momento soñé que el cóndor pasaba. Pero ya estaba advertido, lo cual no disminuyó mi sorpresa al ver las preciosas alpacas comiendo de la mano de San de Wilde y Bart Cop.

Ellos forman una pareja de románticos chiflados que han quemado las naves para vivir su sueño de Ibiza. «Conocimos la isla hace cinco años y nos entusiasmó. Sabíamos que era nuestro sitio en el mundo. ¡¿Qué estábamos haciendo en Bélgica?! Así que decidimos venderlo todo, y queremos decir todo, para poder venir aquí».

Y de paso se han traído cinco alpacas de largas pestañas que parecen muy felices en la isla de Bes. «Las traje yo mismo –me confiesa Bart–, en un viaje que pareció una odisea. Conduje desde Bélgica, donde comenzaron a traer alpacas en los años ochenta, y embarcamos en Valencia. Fue en el mes de agosto y hacía un calor insoportable en la bodega del ferry de Balearia. La próxima vez haré el viaje en invierno».

De Ulises a Penélope, porque San, diseñadora de moda, teje siempre a mano la preciosa fibra de sus alpacas en preciosos fulares y bufandas. Me doy cuenta que, en apariencia suave (ex forti dulcedo), es una mujer de carácter, pues maneja con soltura tanto a las alpacas como a su marido.

Los conocí en Cana Pepeta, durante una exposición de sus productos. «¿Alpacas en Ibiza? ¡Anda ya!», recuerdo que me burlé, con cierto prejuicio ante la gran cantidad de cantamañanas que vienen a la isla. Así que Bart, que ha sido periodista y sabe cómo lidiar con los salvajes como yo, enseguida me invitó a comprobar la verdad de su aventura.

Es Currals Alpacas se sitúa en un paisaje idílico cerca de San Carlos de Peralta. Y aquí Bart y San rememoran la ancestral simbiosis entre hombre y tierra que siempre se ha dado en Ibiza, la misma energía telúrica que inspiró el sueño hippie de una nueva Arcadia en la era moderna de los dark satanic mills, que decía William Blake. «Sabíamos que teníamos que venir al norte. Aquí todavía hay una vibración especial y muy auténtica, alejada de la maraña comercial y turística que encuentras en otras partes de la isla».

«Estos forasteros están locos»

Al principio sus vecinos pensaban: «Estos forasteros están locos». Posiblemente siguen pensando que están algo majaretas, pero ya no los consideran tan forasteros, pues Bart y San (hierbas en Anitas, conciertos en Las Dalias, clases de español en Santa Eulalia y hasta chapurrean el ibicenco) parece que llevan toda la vida en la isla. Como siempre, es una cuestión de personalidad. Vecinos y curiosos pasan a saludarlos y siguen asombrándose a ver las coquetas alpacas, un animal que lleva seis mil años domesticado por el hombre, y cuya lana o fibra, era el gran tesoro textil del imperio inca, «el oro esponjoso».

Y además está María, una señora con ojos chispeantes de al·lota. Brindar con ella es un placer, pues tiene la voz dulce y una simpatía arrolladora, con la franca llaneza, cortés y antigua, de los bravos ibicencos. Me revela que cuenta más de ochenta tacos y que vio la primera bicicleta que vino a la isla. Ahora también ve las primeras alpacas, pues es la dueña de la finca con unos corrales centenarios. Las ovejas, cabras, la mula o el caballo han dejado sitio a esta nueva especie que se aclimata con mucho gusto a un nuevo entorno pitiuso. Y cada mañana, desde su frondoso jardín, pasea con su perro Niko a ver las alpacas, a las que ha tomado verdadero cariño.

Dos ejemplares preñadas

En Es Corral ya hay dos ejemplares preñadas. ¡El próximo diciembre habrá una gran fiesta para dar la bienvenida a dos bebés alpacas cien por cien ibicencas! Bart me las presenta formalmente y naturalmente las doy mi enhorabuena. Conozco al macho alfa, Lewis, a Marron (también la llaman Donald Trump porque, cuando se tumba en la rojiza tierra ibicenca, su pelo adquiere un tono anaranjado), a Mojo, a Barbarella (que tiene un aire sexy a lo Jane Fonda) y a Dusty. Luego Bart me informa que son limpísimas, sociables y muy sensibles, que en verano las ducha con agua, que las da alfalfa y heno vitaminados, que las pone música de Donovan o Neil Young, que no hacen daño a la flora pues comen la parte superior de la hierba sin arrancar la raíz (¡son óptimas recortadoras de césped!), que tienen unas almohadillas naturales en los pies que no degradan el suelo, que sus cacas (las cuales siempre depositan ordenadamente en el mismo sitio) son un abono fabuloso, uno de los mejores fertilizantes del mundo que vende o regala a sus vecinos; que en abril viene un esquilador profesional para cortar su preciosa lana; y que, aunque las gusta mucho tomar el sol, en verano las facilita muchos refugios de sombra; que dan una cierta sensación serena de zen y ya hay colegios que quieren venir a visitarlas.

Y, con jubiloso orgullo, me dice que pronto las pondrá un cabezal para dar paseos por los alrededores. ¡Ojo al parche, oh caminantes! Al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar, canta el poeta, pero si nos acompañan unas alpacas de largas pestañas y hay buen vino, quién sabe –Panta Rei, como rezaba Heráclito– lo que promete el sinuoso camino que aguarda a los aventureros.

«¡Ah, no, de eso ni hablar!»

La idílica calma solo sufre un percance cuando le menciono que, en algunos sitios perdidos por los Andes, comen su lomo a la parrilla. La mirada de Bart se incendia y adquiere el fiero aspecto de un guerrero vikingo a punto de saltar desde un drakkar: «¡Ah, no, de eso ni hablar! ¡Mis alpacas vivirán estupendamente (su esperanza de vida es de 25 años) sin depredadores a la vista ni caníbales de la belleza! ¡Ellas son maravillosas y encima nos dan la mejor lana del mundo!».

Una fibra natural con la que San inventa personalmente sus creaciones, que ya están teniendo mucho éxito, y se pueden ver en alpacasibiza.com. Siempre hechas a mano, con mucho mimo y un diseño personalísimo, colores de ensueño, grandísima calidad y un tacto gozoso y sensual. «No hemos venido aquí por dinero –me cuenta–, hemos venido para vivir esta aventura de forma sostenible y que nos dé para poder seguir en Ibiza. Bueno, y también para un viaje al Perú, que ya nos toca».

Sinceramente creo que se lo merecen. San y Bart se han atrevido a seguir su sueño jugándoselo todo. Han traído una especie nueva y son fuente de asombro y comentarios por toda la isla. ¡Alpacas en Ibiza! Parece increíble. Nunca llegué a pensar que las vería en estado sobrio. ¡Bravo!