Bitácora de una distopía

Se arremolina en mi cabeza. Es un ruido que no cesa. Primero comienza como un pitido fuerte y rítmico que se abre paso hasta rincones oscuros donde me golpea como un trueno, para después sumarse a un martilleo centelleante que dura unos segundos. No cesa, permanece impasible desde las 8:00 de la mañana hasta pasadas las 17:00 horas, sin descanso. Es mi despertador desde tiempos inmemorables.

Reconozco que antes también estaba, de hecho abrieron en canal mi calle hace tres años para colocar una de esas supuestas balsas que contendría las inundaciones en los momentos de lluvias intensas o las fecales que cada cuatro gotas convierten nuestro puerto en un lugar hediondo. Sí, esas mismas que después olvidaron conectar y que llevan más de un año terminadas y convertidas en un recuerdo a modo de muesca en un pavimento que recompusieron con parches que emulan una horrenda manta de retales. Cuando terminaron aquellos trabajos fue el edificio de enfrente el que decidió hacer un lifting a su fachada y ahora es el otro, el de al lado, el que me recuerda cada mañana la hora que es con la música de sus grúas.

Esta semana es peor, porque puedo verlos a pocos metros de distancia desde la ventana que me sirve de conexión con el mundo. Se cuelan en las terrazas de personas que salen a observarles mientras pintan su fachada y se afanan, acto seguido, en limpiar los restos del naufragio. No llevan mascarilla, por lo que me alegro de que estén a 60 metros de distancia del lugar desde el que les escribo. Los primeros días de confinamiento pararon y solo se escuchaba el suave rumor de las piscinas comunitarias, de las golondrinas alborozadas y de los aplausos retumbando en los balcones. Escribir con ese ruido constante es una gesta digna de ser contada y leer es algo casi imposible, salvo si te haces con unos buenos tapones o camuflas su ajetreado ir y venir con algo de música titulada «lista para concentrarse y trabajar en casa». En mi comunidad también habían empezado a ponernos la fachada bonita antes de esta guerra, pero el estado de alarma frenó los trabajos y calmó la ansiedad que me provocaba imaginarme a esos señores encaramándose por mi barandilla.

Al menos ya no repiten rutinas como comenzar rayando al alba con un ruido que no cesaba para irse a desayunar media hora después, dejándonos con el madrugón a medias y el enfado en pelotas. Es lo que tiene estar todavía en la Fase 0 y que los bares no estén abiertos para llenar sus estómagos y nuestras frustraciones.

Parece que saben que les estoy escribiendo, porque ese ruido ha cesado y por un momento me he sentido observada, como cuando era pequeña y creía que los actores podían verte desde el otro lado de la tele. Ha sido solo un instante, porque, de nuevo, el dolor de cabeza provocado por su grúa amarilla ha vuelto multiplicado por diez, como vaticinio de una resaca.