Imagen que resume las diferentes vertientes del uso de las mascarillas. | DANIEL ESPINOSA

Mantener una distancia de entre uno y dos metros con el resto de personas, lavado constante de manos, toser tapándose la boca con la parte interior del codo… Son medidas de seguridad que, a base de repetirlas, gran parte de la población las ha interiorizado como normas de comportamiento social, durante los últimos meses de pandemia de la COVID-19.

Sin embargo, hay una de ellas que todavía no ha encontrado el consenso de la comunidad científica, ni de las autoridades sanitarias. La conveniencia del uso de la mascarilla. Mientras que el pasado 3 mayo, el Gobierno establecía la obligatoriedad de emplearlas en el transporte público, el Ministerio de Sanidad o la propia OMS no indican la necesidad de su utilización generalizada, salvo en algunas excepciones.
Anteayer mismo en rueda de prensa, la consellera de Salut, Patricia Gómez, pidió que su uso se «extendiera» cuando no se pudiera garantizar una distancia mínima de dos metros o en espacios cerrados.

Las calles de Vila son un reflejo de este debate y si una persona pasea por la ciudad puede ver personas que la llevan, otras que no y algunas ‘dubitativas’, que pese a llevarla dejan al descubierto nariz o barbilla.

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En la mañana de ayer, Juan Antonio y María Dolores se sentaron en una terraza de Isidoro Macabich. Ellos son de los que se colocaron la mascarilla «desde el primer día del estado de alarma», incluso ella es de las que opina que se tendrían que haber usado desde antes de la pandemia por «prevención».

María Dolores trabaja en una residencia de ancianos y por eso tiene más fácil el acceso a estos materiales de protección. Aún así, ella confiesa que es de las que las lava con «lejía y un poco friegaplatos» y las vuelve a utilizar.

Andoni pertenece a la otra corriente de opinión y ayer iba a comprar al supermercado a cara descubierta. «No la llevo porque no la he comprado pero la verdad es que con mantener la distancia de seguridad vale, o eso creo», apuntó el joven.

José Antonio y Bartolo son dos amigos que se adhieren al grupo ‘promascarilla’. En su caso, el motivo por el que lo hacen se debe a que conviven con sus padres, que pertenecen a los grupos de riesgo. «Yo he estado dos meses sin salir de casa porque vivo con mis padres. Mi hermana nos traía la compra y como tiene un negocio ha empezado a abrir. Así que ahora salgo yo y desde el primer día llevo la mascarilla», aclaró Bartolo.