Con la pluma azul voy tachando las tareas cotidianas, las que regresan teñidas de rutinas. Con la verde las reuniones de amigos entre confidencias, aunque en vez de un rayón les pongo al lado un trébol de cuatro hojas. Con la de color rosa empuño aquellas pequeñas cosas que he vuelto a hacer: tomar un café en una terraza, ir a un restaurante, perderme en una ferretería, presentarme en la carnicería del barrio o regresar a mi peluquería. Con la pluma negra empujo fuerte cada letra para apuntar lo que vendrá mañana, nuevos pasos a golpe de tinta. Son palabras vestidas de acciones cotidianas a las que tenía miedo y que han resultado más comunes y menos arriesgadas de lo que pensaba. Me gusta dejar de cargar con esa mochila de psicosis que me hacía sentir más pequeña y más lenta, y ponerme a cambio un sombrero de respeto que aumenta en varios centímetros la certeza de que lo peor ya ha pasado.

También he retomado mis clases de pilates, en las que ya no podemos rotar de máquina y donde no les permiten terminar con ese masajito de cinco minutos que me daba la vida, pero da igual, mi espalda y mi cuerpo me lo han agradecido sonriéndome con unas lustrosas agujetas. Además, he nadado en mar y piscina y he podido trabajar dirigiendo un shooting en los rincones más preciosos de nuestra isla con el mejor de los equipos. La semana que viene retomo las reuniones con clientes para activar sus campañas de medios y estrategias de comunicación y ya tengo dos amigas que me han confirmado haber reservado vuelos para venir a vernos en julio.

La verdad es que lo de la ‘nueva normalidad’, como dice mi hermana Miriam, es una auténtica chorrada, porque la única diferencia es que ganamos en espacio y en higiene aunque tengamos el condicionante de la puñetera mascarilla. Miriam me echó una bronca el otro día cuando dije que, como mi chico había aprendido a cubrirme las canas con mucha pericia, ya no necesitaría volver cada mes a la peluquería y me recordó que son muchas las personas y las familias que comen de esa profesión.

Por eso, ahora que me he armado de valor y que ya no tengo miedo, una de las primeras cosas que he hecho ha sido pedir cita para cortarme la coleta y darle una alegría a mi melena. Les confieso que ha sido raro porque parecía más una clínica que un salón de belleza. Ni siquiera había revistas, “nos las han mandado quitar, hija”, me decían Ana y Laia con los ojos llenos de pena, así que me he parapetado tras un libro y las he dejado hacer. Me estoy acostumbrando a esto de que me sonrían con los ojos y, aunque en un par de ocasiones he necesitado bajar la cabeza para tomar aliento, me he marchado con una sonrisa grande y poderosa.

El próximo 21 de junio, si ustedes quieren, nos despediremos de esta sección y del estado de alarma para recuperar todas nuestras rutinas, las viejas y las nuevas, y decidir qué tipo de mundo queremos construir de nuevo. Lo cierto es que si lavarnos continuamente las manos, evitar los abrazos y los besos, mantener una distancia corporal de seguridad coherente y cubrirnos nariz y boca van a servir para que no vuelvan a encerrarnos en casa y para que no tengamos listas de muertos, yo no sé a ustedes, pero a mí me sobra.

No se olviden de la otra lista, la de los buenos propósitos, esa en la que prometimos volver a cocinar con amor a los nuestros, decir más veces te quiero, llamar más a menudo y mejor a los que amamos, pintar más en nuestro destino y cultivarnos para ser mejores. No la doblen, no la guarden. Llévenla a un papel o a un lienzo con letra bonita y enmárquenla bien grande en el salón para que dentro de unos años recordemos cuál fue la causa por la que decidimos mejorar el rumbo tras aquella distópica pandemia, y es que íbamos tan rápido que nos estábamos perdiendo la belleza del paisaje.