80 días nada más.

Descubrí ‘La vuelta al mundo en 80 días’ de la mano de un león con modales antes de perderme en la novela ideada por Julio Verne un siglo antes. Tiene sentido si nos remontamos al verano de 1984, en el que solo tenía cinco años, y donde apenas era capaz de leer una decena de cuentos de letra extra grande. Les hablo de unos días en los que los niños disfrutábamos de una hora de dibujos animados tras los informativos del fin de semana y poco más. Era un ritual esperado y deseado cada domingo, ya que la programación específica que nos dedicaban era escasa: ‘La Bola de Cristal’ los sábados, ‘Barrio Sésamo’ entre semana y algunos episodios de ‘La Pantera Rosa’ no recuerdo cuándo. Solo teníamos dos canales para elegir y el mando a distancia era propiedad de nuestro padre, que decidía qué se veía y qué integrantes de la familia estaban autorizados a sentarse en el sofá. En la 2 solo me interesaban los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente y nunca soporté a aquella ristra de hermanos que nos obligaban a irnos a la cama para dar paso a los rombos de la censura.

De entre todos los dibujos de aquella época, ‘Ulises’, ‘Dragones y Mazmorras’, ‘Los Diminutos’ o ‘D´Artacán y los Tres Mosqueperros’ fueron mis favoritos, pero entre todos siempre brilló con especial carisma Willy Fog, en el papel de Phileas Fogg. Aquel felino impecablemente trajeado enamoraba a Romy, una princesa que rescató de ser quemada viva junto al cadáver de su difunto esposo para honrar a la diosa Kali, algo que me provocó pesadillas durante mucho tiempo. Todas las niñas queríamos ser como aquella preciosa pantera india de color morado que se describía en la canción de cabecera como «dulce y fiel». Entonces esa sumisión femenina nos parecía normal y al llegar a esa parte de la estrofa cantábamos desgañitándonos la voz el párrafo de la protagonista femenina de aquel serial infantil. Me imagino la cara en esta parte del artículo de la ministra de Igualdad y estoy segura de que mostraría el mismo desagrado que me provocan a mí sus últimas declaraciones sobre los efectos de la manifestación del 8M en el contexto de esta crisis sanitaria.

Recuerdo tener que ver pacientemente el telediario para poder sumirme en el rito de disfrutar de las aventuras de aquel grupo de animales maravillosos y cómo me reía con el torpe mayordomo francés, Rigodón. Había un malo malísimo, al que todo le salía mal, que se llamaba Transfer y que era capaz de camuflarse disfrazándose de todo tipo de personajes, pero que en seguida se le identificaba por el brillo maligno de uno de sus ojos. Cuando años después me regalaron la verdadera novela en la que se inspiraron aquellos dibujos, me enamoró y me decepcionó a partes iguales aquel relato de un caballero británico dispuesto a jugarse su fortuna por una apuesta en la que se comprometía a recorrer el mundo en menos de tres meses a lomos de elefantes, barcos, globos, trenes o aviones. Fue entonces cuando descubrí que es mejor beberse los libros antes que sus adaptaciones a la pantalla y también el momento en el que me prometí que cuando fuese mayor yo también montaría en todos esos aparatos mágicos para visitar decenas de países en los que poder calzarme un sari como la delicada Romy.

He cumplido mi promesa salvo en la parte del paquidermo, ya que en un viaje a Tailandia decidí no contribuir a la esclavitud a la que sometían a aquellos pobres animales para regocijo de los turistas. El paseo por las nubes en una caja que ascendió a los cielos en un campo de Santa Gertrudis fue una de las experiencias más hermosas que recuerdo y lo de los aviones, viviendo en una isla, es algo tan rutinario que hace tiempo que se convirtió en un mero trámite. La primera vez que me subí a un tren es otro de los momentos felices que siempre evoco y uno de mis transportes preferidos.

Les cuento todo esto porque este es el capítulo 80 de esta bitácora, 80 días nada más y nada menos son los que llevamos juntos recorriendo las páginas de este relato distópico en el que cada capítulo parece sacado de una mala novela y donde también nos estamos jugando nuestra mayor fortuna: la vida.

Espero que ganemos y que seamos capaces de sortear, como Willy o como Phileas Fogg, las zancadillas de esta pandemia, de estos gobiernos y de todos los insensatos que continúan haciendo caso omiso del peligro. Deseo que podamos «volver a casa», a la normalidad a secas, con el corazón contento y con un conocimiento más intenso del camino. Yo, por si acaso y para no perderme ni olvidarme del paso del tiempo, seguiré apretando el reloj de sol de Tico que regalaba con las tapas de los yogures y que les confieso que sigo conservando como un gran tesoro.