Pau Donés, en Palma. | Pere Bota

Solo el olor de la muerte nos recuerda la importancia de la vida. Es entonces cuando aprendemos a disfrutarla flotando, cantando con furia y bailando como posesos.
El personaje interpretado por Anthony Hopkins en ¿Conoces a Joe Black? recomendaba a su hija la noche antes de «marcharse», que en este viaje amase sobre todas las cosas, que se columpiase cada día en su arrebato, que flotase y que fuese feliz hasta el delirio, o que al menos estuviese dispuesta a serlo.

Cuando una enfermedad tan oscura como el cáncer se cuela en tu historia esas son las únicas opciones que nos quedan a los que no nos vamos. Aunque seguir remando e incluso sonriendo por dos no sea fácil, no solo por la culpa, esa mochila angustiosa que se clava en nuestras espaldas hasta hacernos heridas que no se borran, sino también por los dedos que no dejarán de señalarnos. Otros ojos que no han llorado nos mirará mal por seguir corriendo, nos criticará y esperará que nos perdamos en un llanto negro. Aquí tendremos que dejar de oírles y soplar fuerte para alejarnos de esas sirenas oscuras que buscan atraparnos con su triste letanía. Solo así podremos seguir nuestro viaje cambiando de rumbo si es preciso y amando de nuevo.

Estos días no han dejado de caer con cuentagotas las despedidas forzosas y demasiado cercanas. Esto no ha terminado, ni lo hará nunca. No es solo el puñetero coronavirus y la impotencia de los nuestros devorándonos las entrañas, también sigue ahí ese asqueroso bicho de los mil colores que cercena mamas, intestinos, páncreas o pieles y que no respeta a nadie. Es en la muerte en el único lecho en el que todos somos iguales. No importa la edad, ni la belleza, la inteligencia, la bondad ni el dinero, cuando se pasea con su guadaña cerca de nuestras nucas su silbido es igual de aterrador para todos y nos deja sin aliento.
«Por todo lo que recibí, estar aquí vale la pena», cantaba Pau Donés el otro día y su última promesa a golpe de guitarra era una despedida más en estos tiempos inciertos que nos ha dejado un poco más huérfanos y con una estrella inmensa brillando en el firmamento.

Ellos, los de los botellones, los de los tambores, esos de las manifestaciones sin mascarillas ni precauciones, no deben escuchar la misma música que nosotros. Porque los que ya nos hemos quedado huérfanos de hermanos, de padres o de amores, los que hemos visto despedirse consumidos a quienes eran nuestro futuro, nuestro pasado y nuestro presente ya sea por un bicho verde, azul o amarillo, no estamos dispuestos a ponérselo fácil.

Lo peor de un duelo no es la tristeza, ni la ausencia, sino la rabia y el enfado. Vamos a calmar entre todos ese escozor de las despedidas que no tocaban con el respeto que merecen los que se han marchado y los que se quedan y con la exigencia de que juntos intentaremos pararlo. Si los de arriba no ven urgente invertir en investigación para frenar estos trenes, otros tendremos que hacerlo. Si los de la mesa de al lado no entienden que el silencio a veces es más bello que mil palabras, dejemos de escucharlos.