Hoy, en un momento de lucidez, tal vez contagiada por el optimismo de los titulares que se deslizaban entre mis dedos durante la tradición matutina de leer la prensa, he sido consciente de la situación que se nos avecina: el fin de la distopía que nos une, y que hemos recorrido juntos a través de esta bitácora, se aproxima.

Desconozco si la tan cacareada «nueva normalidad» será realmente nueva, y si tendrá algo de normal, pero, como cada transición, es una oportunidad única para analizar de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos, tratando de aprender algo en el camino, de la misma manera que cada Nochevieja devoramos doce uvas al son de campanadas que marcan el fin de nuestro balance anual y el inicio de aquellos propósitos que probablemente no cumpliremos.

Yo no sé ustedes, pero durante estos más de 95 días me he sorprendido realizando tareas tan diferentes respecto a mi «antigua normalidad» que en ocasiones me he sentido completamente fuera de tiesto. Desde cocinar manjares inspirados por el maravilloso libro de recetas de mi amiga Marta Torres hasta realizar en casa un «duro» entrenamiento de pilates, con Santi dirigiéndome desde la televisión, pasando por dedicar una canción diaria a mi grupo de amigos. Convertir en habituales las videollamadas que me acercan a mi familia o enfrentarme a aquellos momentos en los que ese miedo que me recorría como un escalofrío, robándome el sueño y la sonrisa, me obligaba a cambiar mis queridas letras por números, buscando como un alquimista la fórmula magistral que me permitiese mantenerme a flote junto a mi Gente Bonita hasta que esta crisis sanitaria y económica pase, porque pasará.

Durante nuestro ‘secuestro’ hemos sufrido a portavoces con dificultades para hablar, a periodistas desinformados y a socios de gobierno haciéndose oposición mientras la propia oposición se ponía zancadillas. Hemos contemplado a toreros siendo protagonistas por lo que escriben, a cocineros rivalizando con influencers en las redes sociales, a humoristas propagando indignación y a personajes de la cultura dando pábulo a teorías conspiranoicas propias de las más simples mentes terraplanistas. Hemos empatizado con profesionales sanitarios con capas de superhéroe, pero sin suficientes EPIs, llevando a cabo tareas ajenas a su ocupación habitual. Hemos agradecido el esfuerzo de empresarios que han transformado sus negocios para ayudarnos a combatir al bicho, de profesores que se han convertido en youtubers para seguir ilustrando a sus alumnos, de trabajadores de toda índole que se han reinventado para hacernos la amargura menos amarga, e incluso de todas aquellas personas para quienes estar encerrados era todo un suplicio, pero que han sabido interpretar a la perfección el papel de ermitaños por el bien común.

Pero, además, y por encima de todo, hemos disfrutado de quienes han pasado de ser caras anónimas a convertirse en sonrisas conocidas, compartiendo aplausos cada noche, y de aquellas personas especiales que han salido de su papel habitual de amigos para interpretar el de familia de alma, la que elegimos y nos elige, la que queremos tener cerca en todas nuestras normalidades.

Quizá el puñetero COVID-19 nos haya sacado de tiesto, pero yo pienso aprovechar la experiencia para elegir dónde y cómo voy a sentar mis raíces para seguir floreciendo, aunque esta pandemia nos haya robado la primavera.