Dicen que el fútbol es el opio del pueblo y llevo todo el día rumiando esa frase. Hoy pensaba en la ducha, ese lugar mágico donde no solamente cantamos mejor sino en el que fluyen grandes ideas, que ojalá fuesen los libros, porque de ese modo veríamos a más Quijotes enloquecidos por las obras de caballería y a menos hinchas celebrando victorias en fuentes en plena pandemia. Esa muestra de delirio que llevó el pasado jueves a miles de forofos del Gattuso a obviar el distanciamiento social, las muertes y los protocolos de la «nueva normalidad» no se me quita de la cabeza. «No son gigantes», tenía ganas de gritarles desde el otro lado del televisor, «son simples deportistas dando patadas a un triste balón». Ya sé que hablo desde la ignorancia de alguien que no disfruta y que no aprecia el balompié y que incluso ha llegado a decir que lo mejor de este confinamiento ha sido que cancelasen la Liga, la Champions League y todos los torneos del mundo, pero es que lo que provoca en algunas personas su pasión por esta disciplina me resulta tan primario que me es imposible justificarlo. Peleas, gritos, lágrimas e incluso puñaladas. He visto a dos amigos de un mismo grupo a puñetazo limpio por defender a un equipo u otro y a radicales camuflar su maldad bajo unos colores. No lo entiendo, como tampoco otros circos o plazas, y sé que para algunas personas es un entretenimiento sano como otro cualquiera, pero piensen por un momento qué pasaría si los escritores y poetas ganasen tanto como los galácticos y si sus seguidores cambiasen campos por bibliotecas. Hoy todavía seguimos inmersos en una distopía en la que puede ocurrir cualquier cosa, así que déjenme que fantasee con realidades paralelas.

En Nápoles me intoxiqué con una almeja y estuve tan enferma que apenas recuerdo nada de ese viaje, pero sí que tengo metidos dentro los olores y la suciedad de sus calles, el abandono de un lugar hermoso pero huérfano y a cuatro niños pitándonos tras cruzar a todo trapo una carretera a lomos de una moto. Nápoles es también un color, el rincón en el que comí la mejor pasta de mi vida y uno de esos destinos de piratas donde puede pasar de todo. El crisol que nos recuerda que hay drogas que no dejarán de consumirse nunca y que no todos pasaremos de ‘fase’ tras este confinamiento. Algunos aprenderemos, creceremos, seremos mejores, escogeremos el camino largo y lo recorreremos despacio masticando sus letras, mientras que otros volverán a tropezar con las piedras de siempre, a aullar en estadios y a atragantarnos la cena desde el otro lado del telediario.