Cardona, durante la entrevista. | Moisés Copa

Quedamos en la cafetería Perdición de Vila a las 12.15 horas para hacer la entrevista. El viento sopla con fuerza y la avenida de Ignasi Wallis es una mezcla de ruidos estridentes y de hojas secas. José Juan Cardona (Sant Rafel-Sant Antoni, 1960) ha recibido hace un par de días el auto judicial más importante de su vida: el de la libertad condicional. Él sigue siendo, a pesar de todo, el mismo de siempre. Aquel que en 1999 se hizo cargo de un partido, el PP, al borde de la fractura irreparable con el lema de «feina, feina, feina». El que estaba en mil cosas a la vez. El que logró llevar al mismo partido a la victoria de 2003. Y el que más tarde, en 2013, fue condenado a nada menos que 16 años de prisión y otros tantos de inhabilitación por la ‘operación Scala’. Tanto tiempo después, sigue sosteniendo que es inocente. Pero, consciente de que nada cambiará ya, ahora mira al presente y al futuro con proyectos, esperanzas y, sobre todo, una humanidad poco habitual en quienes han pasado por la experiencia de la cárcel. Muchos creen que debería tirar de la manta, pero él tiene claro que todo aquello es ya pasado.

—¿A qué suena ‘libertad condicional’?
—¡A libertad! ¿Por qué se lo digo? Si lo puedo decir de una manera coloquial, la condena queda en suspenso. Eso sí mientras, no hagas ninguna barbaridad. Tienes algunas pequeñas limitaciones pero ya estás fuera, no estás en una semilibertad como es el tercer grado, que hay un control específico importante. Las condiciones que tiene el auto son trámites. De alguna manera, puedes empezar ya a normalizar tu vida y eso es importante.

—Te quitas un peso de encima, mentalmente hablando.
—¡Más de un peso!

—Cuando uno entra en prisión, ¿qué se le pasa por la cabeza? Le pregunto por el momento del día 1 de la prisión.
—Algo así como «ja som aquí». Llegas a un sitio completamente desconocido, no sabes cómo te van a tratar, no sabes qué va a pasar… No sabes nada.

—Lo que vemos en la TV…
—No tiene nada que ver ni con lo que te imaginas ni con nada. Es un mundo completamente nuevo y completamente distinto porque, claro, la vida en el exterior no está sometida al régimen al que está sometida dentro de una cárcel. Es una situación de angustia por saber qué va a ocurrir, qué va a pasar. Realmente, la característica principal de la vida en un centro penitenciario es la incertidumbre. Nunca sabes lo que va a pasar, no sabes nada.

—Pero, desde fuera, se ve todo muy rutinario.
—Una cosa es la rutina diaria, que tienes unos horarios y eso, y otra cosa es saber cuándo va a pasar aquello que realmente te interesa. Por ejemplo, tú sabes que el permiso penitenciario lo tienes cuando cumples el cuarto de la condena. Eso es la teoría porque la realidad es que lo tienes cuando te lo dan y no sabes cuándo te lo van a dar. Cuando te clasifican, no sabes si te van a mandar a cumplir la condena a Ibiza, a Palma, a Menorca o a otro sitio. Cada paso que tienes pendiente en todo el camino del tratamiento penitenciario se basa en la incertidumbre. Otros deciden por ti y, además, no sabes cuándo, ni cómo, ni qué.

—¿Cómo se maneja ese estrés allí dentro?
—A la fuerza ahorcan, como dice el refrán. Te tienes que adaptar y tienes que pensar que puedes hacer lo que puedes hacer. Yo me marqué el objetivo de volver a libertad y para eso sabía que tenía que llevar una conducta adecuada. Yo allí he sido como soy. No me ha resultado difícil llevar una conducta adecuada. Pero es muy duro y estresante para todas las personas que están en la cárcel.

—Habrá personas que se adapten mejor.
—Yo le garantizo que esas personas tampoco lo pasan bien. Hay personas que pueden estar más habituadas porque tienen diferentes ingresos y hay otras que no. Hay muchísima gente que ingresa por primera vez y es una situación muy dura.

—¿Qué es lo que menos cuesta cuando estás dentro de una prisión?
—En la cárcel no hay nada bueno. Pero tienes que vivir ahí y estás sujeto a un régimen con unas rutinas, te marcan los tiempos. A partir de ahí está tu capacidad de adaptarte. Hay gente que no se siente motivada y no hace nada. Yo, una vez dentro, pensé: «Bé, ¿i ara què?». Pues hay que hacer cosas para tener tu tiempo ocupado. Al principio, yo escribía cartas, hacía notas para mí, escritos para asesorar a amigos… ¡Por primera vez entré en un gimnasio! [risas] Al poco tiempo, ya me metí a colaborar con la revista de la cárcel, pasé a ayudar a la maestra del centro… Hacía cosas que pensaba que eran útiles.

—Dicen que la cárcel ha de ser rehabilitadora. ¿Cuál ha sido su visión allí?
—El objetivo es ese, es lo que dice la ley. Pero, desgraciadamente, esa es la teoría. La realidad es muy distinta. La realidad es que la rehabilitación es casi ficticia. Así como están las cosas, es muy difícil que pueda salir mucha gente rehabilitada. Hay mucho por hacer en el mundo penitenciario. La reincidencia delictiva es alta y eso quiere decir que el sistema ha fracasado.

—Hay gente que ha hecho del delito su modo de vida.
—Sí, pero hay que ver por qué. Quizás no tienen alternativa. Yo creo que son pocos los que lo hacen conscientemente. Muchos es porque no tienen otra salida. Uno de los problemas es que una persona sale de la cárcel con una mano delante y otra detrás. Puede que no tenga casa, relaciones familiares… en esa situación, lo fácil es volver a ese mundo. Por eso es importante que esa persona pueda tener posibilidades. Si luego no las aprovecha, es responsabilidad suya.

—¿Usted ha hecho amigos en la prisión?
—Conoces a mucha gente. En la vida, ya dicen que uno tiene que hacer amigos hasta en el infierno [risas]. Yo he tenido la suerte de sentirme útil allí dentro porque he podido ayudar a la gente en determinadas cuestiones. Además, estaba en la escuela. Y esto hace que veas la parte más humana. Allí yo me he guiado por la máxima de ‘odia el delito y compadece al delincuente’. He tenido relación con casi todos los internos que había en cada momento. Yo trabajaba en la biblioteca y podía acceder a todos los módulos y eso me daba mucho contacto. Hay personas con las que acabas siendo amigos. No son muchos pero sí.

—Usted no acepta que cometió los delitos por los que fue condenado pero sí cumplir la condena. ¿Esto es coherencia o cabezonería?
—Cada uno que lo interprete como quiera. Es mi derecho, es lo que he hecho y es coherencia. Yo sostengo que no he cometido ningún delito. No me he llevado ni un céntimo a casa. Y creo que el que me conoce lo sabe. Pero hay una sentencia. Yo he combatido antes para sostener mi inocencia pero me condenaron. Luego he recurrido y llegué hasta el Tribunal Constitucional. Y perdí. ¿Eso significa que yo debo aquietarme? No. Eso significa que yo debo respetar la sentencia porque la han dictado los jueces, el Estado. Y las sentencias en España se cumplen.

—Hasta ahora sí.
—Pues sí, la debo cumplir. Y, si no, me la hacen cumplir. Pero yo la cumplo desde el sostenimiento de mi inocencia. Es decir, yo digo que yo soy inocente y cumplo la sentencia. Esto me ha costado que cada uno de los pasos que he ido dando dentro de todo el proceso penitenciario, permisos, tercer grado, se condicionara. Hasta que llegó un momento en el que los jueces dijeron ‘hasta aquí’. Por ejemplo, para obtener un permiso penitenciario tienes que cumplir un cuarto de condena y tener buen comportamiento. El mío se cumplía a los cuatro años y yo cumplía los requisitos. De hecho, la Junta de Tratamiento de la cárcel votó por unanimidad que yo pudiera acceder al permiso. Pero el juzgado de Vigilancia Penitenciaria dijo que no porque yo no admitía haber cometido esos delitos. Tres años después, hice un recurso y tras entrevistarme con el juez, él entendió que sí podía tener el permiso. Insisto, yo defiendo mi inocencia pero asumo que he de cumplir la condena. No es algo agradable pero es lo que toca hacer.

—Ahora que está en libertad, me consta que usted tiene una especial preocupación por los presos y que, desde Cáritas Ibiza, tiene algunos proyectos. ¿Puede avanzarnos algo?
—Cáritas lleva muchos años trabajando en esto. Desde los años 80 va a la cárcel, visita a los presos y les acompaña. Eso es muy importante porque ahí, aunque haya mucha gente, estás completamente solo, aislado. Que haya alguien que te pueda acompañar, escucharte, aconsejarte, ayuda mucho. Además, Cáritas ayuda a la gente que está en peor situación económica ahí dentro. Cada semana les aporta una pequeña cantidad de dinero que les permite, por ejemplo, comprar una tarjeta para hablar por teléfono con sus familias o comprarse una botella de agua o un café. También se ha organizado algún concierto en Navidad, que este año lo vamos a volver a proponer, para mitigar el ambiente de agobio que hay en los internos. Queremos llevar adelante algunas actividades desde el punto de vista de las necesidades de reinserción, de ayuda, de colaboración… Sobre todo que se cumpla algo que está en la Constitución y que es que una persona privada de libertad tiene los mismos derechos que cualquier otro ciudadano. Eso ha de ser factible. Cáritas intenta mitigar la dureza de la vida en la cárcel, no de la condena.

—Usted ha tenido una vivencia personal que le permite observar que el sistema no funciona.
—El problema es de interpretación de la ley y de medios. Tendría que haber más medios de asesoría y tratamiento. Esto hoy no es así. Ahí hay que echar una mano. Yo en Cáritas aporto mis ideas y las cosas las haremos entre todos. La gente que está en la cárcel sufre y nosotros queremos mitigar ese sufrimiento. Las condenas deben cumplirse, eso está claro, pero la condición humana no se debe perder nunca de vista. Además, la autoridad pone a gente en el cárcel en virtud de una sentencia. ¿Cuál es la pretensión de la sociedad cuando esa persona salga de allí? ¿La coexistencia o la convivencia? Son dos cosas muy diferentes. Coexistencia quiere decir que son personas completamente separadas, cada una en su plano. Y eso significa perpetuar la actividad delictiva e ignorar a personas que son personas y que tienen todos los derechos como tales. La convivencia es mucho más valiosa. Significa que compartimos vida, que estamos todos en una sociedad, en una ciudad, en un pueblo, y hemos de vivir y relacionarnos de una manera normal. Esto es una cuestión de sentido común. Lo que toca es buscar un sistema de convivencia. Y esto nos llevaría a mejorar la vida de estas personas y eso haría que se redujera la reincidencia.

—Entiendo que es en este área en la que usted quiere trabajar desde Cáritas.
—Claro. Hay que pensar que mucha de la gente que está en la cárcel tiene unas condiciones sociales previas que les han llevado ahí. Hay que intentar erradicar eso y que, cuando la persona salga de la cárcel, pueda tener unas condiciones de vida que le permitan reintegrarse en la sociedad con normalidad.

—El expresidente del Tribunal Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos, ha dicho esta semana que lo que sucedió en Cataluña en 2017 fue un intento de golpe de Estado. Casi todos los autores de esto han sido indultados y ahora todos serán amnistiados. Entre los delitos de los que se les acusa hay algunos por los que usted fue condenado. ¿Qué piensa de lo que está pasando?
—El problema de la amnistía está generando un debate muy fuerte. Creo que la amnistía es un error. Yo me fijo en que el Ministerio de Justicia hizo un informe para justificar los indultos en el que se afirmaba taxativamente que la amnistía iba en contra de la Constitución. Sorprende que ahora ese mismo ministerio tenga que defender todo lo contrario. El problema es que la ley ha de velar por el interés general. ¿Es de interés general la amnistía? Puede que sea por el interés general de obtener siete votos. La idea que llega a la ciudadanía es que es un traje a medida y eso no solo va en contra del Estado de Derecho sino que va en contra de la lógica.

—Habrá muchos presos sorprendidos.
—El debate político es una cosa. Esto afecta al Tratado de la UE, a la Constitución y al sentido común. Entonces, no nos extrañemos al final de que los ciudadanos, ya no le digo que sean desafectos a la política, es que estén cabreados porque nada vale nada. El ciudadano tiene derecho a tener seguridad en la vida y en su relación con el Estado. Es lo que se llama principio de confianza legítima. El ciudadano tiene derecho a confiar en que la Administración tendrá una actuación conforme a ley, que sus derechos no se verán conculcados y que esto se mantendrá en el tiempo. Cuando tú ves esto y ves que es para favorecer un acuerdo político entre dos partidos, como así lo ha reconocido el propio ministro de Transportes, es un tema delicado. La amnistía de 1977 fue por un cambio de régimen y hubo un acuerdo generalizado de todas las fuerzas políticas. Aquí se ha hecho entre dos partidos.

—Su lema como político fue «feina, feina, feina». Veo que lo mantuvo en prisión e imagino que lo mantiene ahora. ¿Cómo lo lleva?
—(Risas) No es lo mismo que antes. Pero sí, yo creo que hay que ser activo en todo.

—Usted está inhabilitado hasta 2032 y no tiene ninguna intención de volver a la política, pero me gustaría conocer su opinión sobre la situación política en Baleares y en las Pitiusas.
—Ahora se habla mucho de diálogo y eso está bien. Pero los que más hablan de esto son los que menos lo practican. Lo importante no es el diálogo sino la capacidad de acuerdo. Como ciudadano, a mí me vendrá muy bien que los partidos dialoguen pero me interesa más que se pongan de acuerdo para lograr cosas concretas. Llevamos años hablando de los mismos problemas pero sin encontrar soluciones. Por otro lado, te encuentras que las distintas posturas se exageran. En un debate parlamentario, se usa habitualmente el superlativo.

—Una política muy emocional.
—Sí, sí. Y, además, todo es terrible. Si una cosa que está mal ya la llevas al máximo nivel… Todos hacemos críticas desproporcionadas. Pero si esto se hace con todo, se pierde credibilidad y el ciudadano se cansa. Además, esto te lleva a que sea mucho más difícil el acuerdo. Se genera confusión.

—Lo que José Montilla definió como «la desafección».
—Es que es verdad. Se hace un uso del lenguaje demasiado duro, demasiado exacerbado. Esto impide que haya acuerdos. Es difícil lograrlo cuando te has estado diciendo barbaridades.

—Es curioso porque el socialista Pep Tur dijo el jueves en el Pleno de Vila algo muy parecido sobre que hay que tener cuidado con las palabras.
—Y tiene razón. A veces se emplean las palabras de un modo irreflexivo, sin ser conscientes de lo que realmente significan y eso lleva a situaciones como la actual, en la que es muy difícil que haya acuerdos.

—Muchos piensan que usted debería tirar de la manta. ¿Lo hará algún día?
—Yo he defendido mi inocencia y he dicho lo que tenía que decir. La sentencia se ha dictado. Ya está. Las cosas no van a cambiar. Yo combato y discuto la sentencia porque digo que soy inocente y que no estoy de acuerdo con ella. Pero la cumplo porque, como ciudadano, es mi obligación. Las sentencias deben ser cumplidas. El Estado se conforma de tres poderes y si nos metemos o ponemos en solfa cualquiera de ellos, vamos mal. Puede haber sentencias injustas y errores judiciales, pero eso no significa que el sistema sea malo sino que tiene imperfecciones. Suele decirse que el sistema democrático es el menos malo de los sistemas y eso es verdad. Es una utopía pretender que todo sea perfecto. A estas alturas de la vida, hablar de si tiro o no de la manta, no lleva a nada. Si yo pensara que puedo hacer algo, sí. Pero no es el caso.