El espantoso y brutal ataque que Mohamed El Badoui lanzó el miércoles contra sus vecinos de Sant Antoni tiene un componente tan destructivo que parece una inmolación. No era religioso, más bien narcisista, pero su locura y su odio lo condujeron al holocausto, a una cobarde inmolación imperfecta. A diferencia del kamikaze, tras el zarpazo imborrable que asestó en el pueblo, sigue ahí, a disposición de un juez que no es dios, ni Alá, sino sus vecinos. Por eso es que en el momento justo de apresarlo quiso que, por favor, lo mataran. Su desagradable misterio reside en buscar de dónde proviene todo ese odio contenido y súbitamente salvaje. Y estudiarle. O alguien debería hacerlo.
Algunos dicen que Mohamed El Badoui quiso ser un buen ciudadano en España, que lo intentó de verdad, y que no se puede luchar contra el destino. Que montó varios negocios en Sant Antoni, tal vez legales, o no, y que fue detenido y acusado de varios delitos. Entonces el Ministerio Público pidió el sobreseimiento de las imputaciones que se le hicieron durante la llamada 'operación Joya': tráfico de drogas y tráfico de personas, y ya no había nada contra él, pero aquello fue suficiente.
Otros, por el contrario, dicen que en todos los negocios que montó El Badoui se trapicheaba con drogas y que su carácter altivo y narcisista lo ha conducido a la locura y al victimismo. Además, nunca se supo de dónde salía el dinero para todo aquello.
Tras la operación Joya ya era un hombre marcado, vigilado, y sus compatriotas dejaron de acudir a su bar, de comer sus kebabs y usar sus teléfonos de locutorio. Tuvo que cerrar y comenzó su declive.
Su salud mental se resintió. Se sentía injustamente tratado por la vida, por los españoles, por Sant Antoni, perseguido, obsesionado. Él se veía amable y correcto, bien vestido y educado, y sentía que la sociedad era inmisericorde con él y los suyos.
Su carácter cambió. Encolerizó. Tuvo un enfrentamiento con la Guardia Civil cuando unos agentes quisieron identificarlo. Se quebró su orgullo y su paciencia. Según los agentes, les atacó y les insultó. Les dijo que se «dedicaran a su trabajo y que le dejaran en paz». Esta vez sí fue condenado: ocho meses de cárcel por un delito de atentado contra la autoridad, una pena que quedó en suspenso porque era la primera, pero ahora ya tenía antecedentes. Se sintió más humillado que nunca.
Cuando las cosas van mal, suelen ir a peor. Su relación sentimental se atrofia y surge una denuncia por malos tratos que deriva en la automática orden de alejamiento respecto de su pareja, que también es marroquí y con la que tiene un hijo ya nacido en España.
Sin dinero, recorriendo las calles vacías del invierno de Sant Antoni. Habla solo y su presencia comienza a inquietar. Se tiene que ir de pensiones. Primero en Can Micaló. Fue expulsado y dejó deuda. Cuando llegó la hora de su venganza, no tuvo miramientos. Se fue a un piso, pero el 10 de febrero recibió la orden desahucio, porque los alquileres hay que pagarlos. «En una semana empezaré a matar gente», advirtió a la comisión judicial. Acudió al hostal Marino y se despidió el 23-F por la mañana, unos minutos antes de iniciar su venganza en Sant Antoni.
Cuando la Guardia Civil le detuvo, gritaba: «¡Matadme, por favor!» Y en el hospital decía: «Todos están contra mí». Recibió el alta médica y fue interrogado de nuevo. Según quien fuera su interlocutor, se mostraba altivo; otras veces, decía que no recordaba nada...