Es prácticamente imposible no recordar ahora, llegado el momento de la paz y del retorno de los desplazados y refugiados a sus hogares en Kosovo, todo lo que ocurrió tras el final del conflicto de Bosnia. Es la misma triste y lamentable historia. Una historia hecha a base de odio, de rencor, de revancha e indignidad. Porque hoy, el problema realmente importante es el del regreso de los refugiados en las mejores condiciones posibles. Un país destruido, unos pueblos y ciudades saqueadas, una población diezmada por la intolerancia, unos «muros vacíos», como ha dicho el subsecretario general de Naciones Unidas encargado de coordinar la ayuda humanitaria a las víctimas. Cerca de un millón de personas retornarán a una realidad marcada por el resentimiento por todo lo que ha ocurrido durante los últimos meses. Dos comunidades sociales y étnicas que han roto toda posibilidad de convivencia a sangre y fuego, se verán ahora de nuevo las caras y recordarán. Y ahí empieza el gran papel que todos tenemos derecho a exigir que juegue Naciones Unidas. La empresa es difícil: hacer las cosas bien, de forma ordenada, razonable y generosa, cuidando de limar todas las muchas asperezas que se van a producir. Pero una ONU que no ha jugado un papel lúcido -más bien no ha jugado ninguno, dicho sea para su desvergüenza- a lo largo del conflicto, tiene ahora la oportunidad de reivindicarse a los ojos de la opinión pública internacional. Vienen tiempos difíciles para las gentes que han visto su territorio asolado por la guerra. Pero ahora ha llegado el momento de que quienes no supieron evitar el conflicto, y tampoco fueron capaces de pararle los pies a la intolerancia, actúen como se espera de ellos: logrando que la paz en los Balcanes sea algo más que el resultado del empleo de la fuerza. Eso es lo que esperamos.