Tras un período de tensa calma la violencia y la muerte han regresado a Jerusalén y a los territorios ocupados. La visita del líder ultraconservador israelí Ariel Sharon a la zona árabe de la ciudad santa ha sido como un auténtico detonador, provocando las protestas de los palestinos, que vieron en ella una provocación, y la actuación de un Ejército que suma más muertos en su haber, uno de ellos un niño al que los telespectadores pudieron ver en sus últimos instantes de vida, junto a su padre, gravemente herido, también a consecuencia de los disparos. El horror de la muerte absurda e innecesaria se repite y la escalada de terror está segando, una vez más, cualquier posibilidad de que árabes e israelíes alcancen un acuerdo de paz que ponga fin a la violencia.

Es un hecho que las dificultades del contencioso palestino-israelí por Gaza y Cisjordania y por Jerusalén son de muy difícil resolución y suponen renuncias importantes por ambas partes, pero es de absoluta necesidad que la lucha se traslade al terreno de las palabras. Y en este punto es donde están infligiendo un enorme daño los líderes ultraconservadores israelíes y los integristas islámicos del lado palestino. Su fanatismo, su escasa capacidad de diálogo y, sobre todo, sus continuas provocaciones no hacen sino prender la mecha de un conflicto que permanentemente está a punto de estallar.

Y, lógicamente, cuantos más muertos suman uno y otro lado, hasta los más moderados dan pasos hacia atrás. Es terriblemente difícil, pero Ehud Barak y Yaser Arafat tienen que ser capaces de poner fin a estos enfrentamientos y retomar el diálogo con la finalidad de alcanzar pura y simplemente una normal convivencia entre dos diferentes modos de entender la vida, aunque las barreras siguen siendo casi infranqueables.