Los empresarios del sector cárnico se quejan de que el continuo goteo de diferentes medidas desde Bruselas en un intento de detener la propagación del «mal de las vacas locas» crea pánico en el consumidor. Y tienen razón. Porque, aunque todo el mundo comprende la necesidad de ir adoptando medidas según se van produciendo los acontecimientos, lo cierto es que desde el primer signo de alarma "recordemos que ya en 1985 empezó la enfermedad en el Reino Unido" las autoridades debieron pensar por encima de todo en el ciudadano, que es el consumidor, y en su salud. Ahora resulta lamentable el espectáculo de unas autoridades sanitarias comunitarias que dicen y se desdicen a la velocidad del rayo, primero alegando que sólo enfermaban las reses mayores de treinta meses, rebajando después la edad a los 24 meses y añadiendo ahora a la lista de materiales prohibidos para el consumo los chuletones de reses mayores de doce meses. «Aquí no afecta la prohibición, pero asustan», decía ayer una carnicera palmesana. Y así es. En nuestras Islas no se consume carne de vaca, sino de ternera, sacrificada a los nueve o, a lo sumo, doce meses de vida. De forma que cualquier peligro para la salud humana queda descartado.

Pero, independientemente de eso, las declaraciones alarmantes de unos y de otros asustan al ama de casa que hace la compra y al ciudadano que entra en un restaurante. El fallo "además de los directos responsables, que desde el Reino Unido han estado exportando harinas contamidadas que en su propio país estaban prohibidas" ha sido y es de unas autoridades que no han sabido primero establecer los límites del riesgo y, segundo, hacer llegar a la ciudadanía un mensaje claro desde el principio. Hoy el sector cárnico se hunde, se piden indemnizaciones millonarias y casi nadie sabe con certeza a qué atenerse.